Apostar por una opción política tras la cual se presume la intención de invadir el país, barrer con el oficialismo y entronar a la oposición en el poder sin pedir nada a cambio raya en el delirio. No vamos a alcanzar una verdadera transición si no logramos convencernos de los valores democráticos más elementales y si no ubicamos el problema venezolano en su verdadera dimensión mundial, que por cierto, es bastante modesta.
Publicado en: La Gran Aldea
Por: Angelina Jaffé Carbonell
Las elecciones norteamericanas han crispado las discusiones políticas en todo el mundo y por supuesto, también en Venezuela.
En el fondo lo que sucede en los Estados Unidos es un episodio más del fenómeno populista de la antipolítica contra el sistema, el personalismo autocentrado destruyendo instituciones, el azuzamiento de frustraciones y resentimientos primitivos. La única novedad es que se da en el país más poderoso del planeta y no en una oscura republiqueta con nombre adjetivado del tercer mundo.
Que el chavismo celebre acontecimientos políticos del pleistoceno que causaron la muerte de millones de personas es francamente patético; pero que la oposición que dice querer restablecer la democracia, adopte posiciones extremadamente irracionales es más que preocupante: Sospechar del fantasma del comunismo detrás de cualquier forma de sana empatía social es simplemente aberrante.
Apostar por una opción política tras la cual se presume la intención de invadir el país, barrer con el oficialismo y entronar a la oposición en el poder sin pedir nada a cambio raya en el delirio. Washington ha dicho de mil maneras que eso no va a suceder, y sin embargo hay dirigentes que irresponsablemente agitan esa bandera. Otros lo hacen más discretamente, escondiéndose bajo vagas fórmulas del sistema internacional, a sabiendas que no son aplicables al caso venezolano.
Se comprende la frustración por no haber logrado un cambio democrático en el país; se comprende igualmente el dolor que ha generado esta tragedia política; se comprende y preocupa la fractura cada vez más profunda entre los de afuera y los de adentro. Pero evadir la propia responsabilidad que tenemos en la destrucción de la democracia venezolana es infantil e irresponsable. Tardamos demasiado tiempo en reconocer la verdadera naturaleza del régimen que nos oprime. La mayoría votó por una opción que prometía la destrucción del orden conocido, y luego asistía incrédula al cumplimiento de esa profecía.
No vamos a alcanzar una verdadera transición si no logramos convencernos de los valores democráticos más elementales y si no ubicamos el problema venezolano en su verdadera dimensión mundial, que por cierto, es bastante modesta.