Publicado en: El Nacional
Por: Elías Pino Iturrieta
Como la sociedad, desde hace años, ha permitido los desmanes de la dictadura, pueden ocurrir hechos tenebrosos que no reciben sanción, y repetirse sin que los perpetradores pierdan el sueño. El crimen de Fernando Albán no solo se explica por la existencia de una tiranía despiadada, sino también porque la sociedad ha labrado el camino para la multiplicación de los delitos de los gobernantes. Solo así se puede entender cómo, ante la presencia de un delito abominable, ante el exterminio de un hombre justo, apenas nos presentemos los venezolanos como plañideras de turno que volveremos a nuestra rutina después de atender las formalidades de un duelo que no pasará del mes.
La desaparición de Fernando Albán es obra de un sistema perverso, de unos sujetos sin nexos con la justicia y la misericordia, pero también de quienes no hemos hecho mayor cosa para convertirlos en memoria de lo que realizamos para volverlos papilla. No podremos recordar lo que hicimos para librarnos de la compañía de los demonios porque la hemos consentido, quizá porque seguramente forme parte de nuestra identidad como pueblo, de una desvergüenza de la que no podemos desprendernos por falta de costumbre, porque nos hemos sentido a gusto con ella a través de las generaciones. Un pueblo que se ha refocilado en el anecdotario del gomecismo y en la evocación de Pérez Jiménez, un pueblo que mete debajo de la alfombra las falencias de la democracia representativa para disimular la basura que ayudó a acumular no está para proezas que lo hagan irreconocible cuando se ponga frente al espejo o cuando lo observen en otras latitudes.
Hay diversos grados de responsabilidad en la acogida que hemos brindado a la “revolución”, desde luego. No se pueden pesar en la misma balanza, en relación con la búsqueda del bien común, las obligaciones de una madre sin dinero que apenas puede mantener a sus hijos trabajando como esclava, si se comparan, por ejemplo, con lo que se puede exigir a una gente de clase media que pasa por informada o ilustrada, pero que se desentiende de sus compromisos colectivos. Es evidente que sea perentorio pedirles explicaciones a los políticos sobre lo que no han hecho o no han querido hacer para librarse de un régimen espantoso, mientras se deja en el banquillo del futuro a las personas que con todo derecho prefieren la tranquilidad de la vida privada. Pero, después de las apreciaciones relativas, después de aplicar el filtro, no queda más remedio que hacer un solo saco en cuyo seno quepa mucha gente. A esa gente le sobran merecimientos para estar en la misma busaca gigantesca.
El Sebin no libró ninguna batalla para entronizar su horror. Los esbirros no se escondieron de la ciudadanía para graduarse de torturadores y para practicar sus métodos de tormento. A Óscar Pérez lo mataron sin ocultamiento ni rubor. Los uniformados que han disparado con sus fusiles en las manifestaciones lo han hecho sin ningún tipo de traba. El alicate de Conatel se ha regocijado en sus faenas, como si solo se tratara de cortar un cable capaz de causar daño al prójimo. La libertad de viajar se ha convertido en una lotería lícita, sin la preocupación de los viajeros. Y así sucesivamente, en materia de tropelías que parecen indoloras y bienvenidas. Han contado y cuentan con la licencia de la sociedad, es decir, con la vista gorda y la conducta cómoda de las mayorías, que viene a ser lo mismo.
Quizá suenen y sean excesivas estas letras porque también muchos venezolanos se ha jugado el pellejo para acabar con la dictadura, entre ellos numerosos políticos conocidos y desconocidos para quienes no caben sino afirmaciones de respeto, pero las cuentas no dan para que la suma sea contundente e irrefutable. La debilidad de las cifras nos mete en la estadística de la pusilanimidad, en el inventario de una aplastante indiferencia, hecho que conviene remachar cuando ha ocurrido un crimen que no solo importa por lo que en sí significa, por lo que tiene de aberración inadmisible, sino porque una gran indiferencia cívica de nuestra parte permitió que ocurriera. Ojalá que el sentirnos como colaboradores de una monstruosidad nos obligue a ser otros, nos haga renegar de lo que hemos sido y permita el rescate de los valores que no se refirieron hoy porque no se trataba de hacer una fiesta, sino de sugerir la rectificación reclamada por la oscuridad de la época.
eliaspinoitu@el-nacional.com
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