Publicado en: El Nacional
Por: Fernando Rodríguez
Los apagones, grandes como el territorio, de nunca acabar, deben ser el fin. Y no porque sean una tragedia mayor o menor que otras que hemos tenido que vivir: la migración millonaria, los jóvenes asesinados en las autopistas y los torturados de las tumbas, la rapiña sin límites de los innúmeros cuervos, la humillación de la constituyente, la mentira y la calumnia a toda hora, el patria o muerte de los milicos… limitado muestrario. Lo son por su universalidad e instantaneidad, infartos colectivos que detuvieron todas las palpitaciones de la vida civilizada; porque sintetizaron dos decenios de saqueo criminal de las arcas nacionales; porque se revistieron del más grotesco espectáculo de los falsarios de siempre (estupendo lo de rifle, según Maduro, del segundo apagón); porque parecen un cáncer que hará metástasis mañana o pasado…; porque tanto se parecen esas oscuranas y ese silencio a la losa definitiva, a la noche sin mañana, país inmóvil y sin palpitaciones. Porque casi resultan increíbles e incompatibles con cualquier lógica de poder. Al parecer Guaidó lo ha entendido y la comunidad internacional también. No queda sino preparar el final. Se dirá que esto suena a un deseo, y algo hay de eso, pero también una lectura del sentimiento general que, ojalá, no atempere en alguna medida la “vuelta de la luz” y el placer cierto de bajar pocetas sucias de varios días. Prosaico esto último, pero la vida es así.
El final que, en un primer momento, tiene un sentido muy preciso y muy simple en el “mantra” de la oposición que solo dice, literalmente: sin Maduro, “cese de la usurpación”. Lo cual no implica exterminar el chavismo ni negar fórmulas transadas que permitan garantizar la equidad electoral o cualquier otra perspectiva que incite (la Ley de amnistía, verbigracia) a una transición regenerativa y pacífica en todos los órdenes, en definitiva la reunificación democrática de los venezolanos, que en el fondo bastante lo ha hecho el mismo Maduro, alcanzando gigantescas cuotas de desprecio popular (su aceptación anda en el mísero 15%, según Datanálisis). Parece que se asoma cierta oposición emergente, y hasta donde se sabe minúscula, que quiere elecciones así sean sucias y hasta con Maduro, a veces pareciera que muy sucias han resultado históricamente mejores para liquidar tiranías. De esa posición tan condescendiente y generosa con los devastadores hay un solo aspecto que llama a reflexión y es la advertencia del peligro de una de las tácticas mayores y en acción para lograr salir del usurpador, al lado de las masivas manifestaciones que deberían crecer hasta ser verdaderos y certeros “operativos de libertad”, que es la del ahogo económico mediante sanciones y similares no personalizadas, básicamente aplicadas por los norteamericanos, que tienden a acentuar la enfermedad de un enfermo maltratado por veinte años y que ya parece no dar para más. Que no le queda sino el hueso. Lo cual implica que hay que convertir necesariamente esto en una terapia muy rápida, o sea que Maduro vete, al carajo, a Varadero, a la gran Rusia, a comer sabroso en Estambul, pero vete y ya. Henrique Capriles dijo en estos días que hay que jugársela con Guaidó o si no todos saldríamos envainados. Es la pura verdad, así la declaración tenga algún piquete muy escondido.
Hoy jueves se reúnen en Guayaquil los europeos, más algunos países latinoamericanos. No sé a esta hora del día qué pueda suceder. Pero es de particular importancia que se logre la unidad de los que nos apoyan. Es menos difícil si se parte del principio evidente de que, sean las que sean las propuestas, estas deben atender la acuciante urgencia de un país que se deshace a una velocidad pasmosa, apagado literalmente, con Guri para poco tiempo. Ojalá y todas las partes, hasta los uruguayos oscuros y el cursi de AMLO, entiendan que algo tienen que ceder para encontrar la libertad y el derecho patriótico de usar la nevera y bañarse como se debe.
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