Publicado en: El Nacional
Por: Fernando Rodríguez
Eso podrían decir, dicen, muchos venezolanos. Y no quisiera aludir a las inmensas penurias y tormentos físicos a que han sido sometidos millones de nuestros ciudadanos, muchas veces hasta la muerte misma. O las vejaciones cívicas y la violencia sin pudor ni límites. O la devastación de bienes y artefactos. O la multiplicación vertiginosa de rapiña de lo público…
De todo ello levantamos a cada rato el inventario. A lo que quiero referirme es a lo que eso ha causado al espíritu, lo prefiero a la psiquis, de todos los que hemos querido resistir o simplemente hemos padecido la destrucción planificada, y que todavía no lo logramos. Son más de veinte años de destrucción y oprobio, veinte largos años. La cuarta parte de una vida larga. La juventud de tantos, vidas con toscos amaneceres. O los años finales que sumaron a la demolición de nuestros cuerpos la tierra que se hunde y el cielo cada vez más gris. O los de la plenitud de la vida, los de la siembra que no pudo ser.
Es difícil dudar de todo eso. Incluso yo suelo decir que no solo el gobierno monstruoso será condenado, sino que los de la otra orilla, muchas excepciones hechas, muchas y muy nobles, no creo que la historia nos recordará con profusos laureles. No, no hemos escrito una gesta suficiente para merecerlo. Para empezar, muchos se fueron, y por supuesto no me refiero a los que no podían sino irse, sino a los que decidieron no menoscabar su calidad de vida y fueron tantos, millones acaso, doctores y gestores. Aunque, a su manera, no creo que hayan realmente evitado la maldición de la historia, una dosis peculiar de amargura. Porque algo hay de compensación, a ratos y solo a ratos, en haberse quedado a ver todo el paso de la tormenta y su manera de hacer daño. Tratando, además, de que no fuese tanto, tantísimo. Algo se hace en el hospital desvencijado o en la escuela o la universidad degradada. Me contó una profesora de la Escuela de Letras de la UCV que una tarde le llegó un solo alumno, que apenas había visto, humilde, tímido. Lo pensó, los anocheceres ucevistas pueden ser tenebrosos, y de repente empezó su discurso, de García Lorca se trataba. Y se dio la transferencia y un empático diálogo sobre el poeta de Granada. Fue una victoria grande, me dijo, con los ojos húmedos. Como la fiebre del niño que baja, por fin, por las mañas del médico desarmado y tenaz.
A lo mejor tampoco hemos estado en demasía donde y como se debe, militancia llaman. Muchos silencios prolongados. Estudiantes en ensimismamientos muy largos, sindicatos deconstruidos, partidos enclenques. Tanto horror, tanto que ha movido el planeta, merecía más diestras y constantes respuestas. Somos generaciones poco dadas a enfrentar conflictos, han dicho con agudeza algunos. El petróleo que es maná y droga, claro. Y los militares y los policías y los paramilitares acostumbrados a la peinilla antes y ahora a la tanqueta y, también, a la bala en el pecho del liceísta. Bisnietos del general Gómez, sádico eterno. Hace muy poco descubrimos que podía haber algo que llaman clandestinidad y no solo el exilio, como en los tiempos en que un puñado de comunistas y adecos, unos cuantos decía Teodoro Petkoff, se enfrentaban a los bandidos de la Seguridad Nacional perezjimenista. Bien, pero imagino que ahora sí hemos aprendido algo sobre conflictos y malandros. En todo caso, no es hora de hacer balances del pasado, más vale que corramos hacía las fronteras de la libertad. Que parecen cerca, ¿ahora sí?
Hay quienes no tenemos una justicia trascendente a quien ofrecerle tanta ira y tanta pesadumbre. Y este mundo, con su justicia tuerta, se acaba a cada instante para un cada quien. Y eso de patria no tiene lugar en una metafísica severa. Serán los hijos y acaso los nietos los del legado, más allá no hay referentes. Y en el fondo por Sísifo, porque Sísifo puede hasta ser feliz, decía Camus, en su tantálico oficio. Y si ciertamente estos no son los años más jubilosos de nuestra historia, quién quita que sean los más hondos, los más humanamente ricos, los que alguien le contará a otros que vengan y a los que les costará creer tanta ignominia y nuestro intento de consecuencia, al menos.
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