Cada sociedad depende de las pulsiones de su tiempo sin que nada se pueda hacer para que quepan en la horma anacrónica que un hablador con ínfulas pretende confeccionar en la actualidad, como Andrés Manuel López Obrador. Mientras, José María Aznar se empeña en regar parcelas antiguas con agua bendita, aspersión inoportuna para profana ocasión. ¿España debe disculparse por actuar en la conquista según la cartilla redactada en su época?
Publicado en: La Gran Aldea
Por: Elías Pino Iturrieta
Hoy, porque han recibido publicidad y por la notoriedad de sus portavoces, destacan dos opiniones sobre la necesidad que tiene el pasado de justificarse ante la posteridad. Hablamos del presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, y del expresidente del Gobierno de España, José María Aznar. El primero exige la contrición del conquistador por la devastación de su país a partir del siglo XVI, mientras el otro aclama la obra de la evangelización para alabar el trabajo de los creadores del imperio ultramarino. Dos necedades, por supuesto, pero tan sonoras que merecen unas líneas de crítica.
La solicitud de López Obrador, que no es original debido a que encuentra antecedentes en la brocha gorda de Chávez cuando se quiso estrenar como historiador, y en reproches del siglo XIX, pretende que las criaturas del pasado se arrepientan de ser como fueron. O que sus sucesores lo hagan por ellos. Los valores del futuro, de un tiempo y de unos fundamentos que no podían pesar en la conducta de unos individuos que se manejaban según los patrones de su época, orientan un reclamo que una postura benévola puede considerar como imposible, pero que en realidad es una solemne estupidez. López Obrador se rasga las vestiduras porque Cortés fue cruel en sus incursiones, como si hubiera tenido otra forma de manejarse un hombre de armas de entonces en un territorio desconocido ante rivales numerosos y enigmáticos. ¿Cómo hacía para imponer su dominación, sino a través de una sangrienta espada y de una lengua tramposa?, ¿no actuaba al servicio de potestades indiscutibles en su tiempo, que solo un puñado de desesperados y de lunáticos podía despreciar y combatir?, ¿no sucederían en breve cosas semejantes en Flandes, o en Sicilia, o en Londres, o en París, sin escándalo de los letrados y los prelados?
“Considerar cómo el idioma del conquistador se vuelve otra cosa en la sensibilidad del conquistado hasta llegar a muestras de peculiaridad y brillantez, a testimonios de singularidad y autonomía”
También levanta la voz contra la aniquilación de las religiones autóctonas, ignorando que la ortodoxia europea de esos tiempos no solo se manejó con generalizado rigor en los territorios encontrados, sino igualmente en las viejas comarcas cristianas que alimentaban pecados de herejía condenados a desaparecer a través de métodos inclementes, impuestos desde Roma o desde el interés de los tronos como asunto rutinario. Los hombres que vinieron de España después de Cristóbal Colón ya eran expertos en el arte de perseguir pecadores y achicharrar heterodoxos, y no tenían estímulos para transformar su conducta. Como no se volvieron angelicales y tolerantes, como no sucedió la historia sin tacha que quiso, sino la única que podía suceder, López Obrador quiere una disculpa. Como las cosas siguieron su cauce natural porque no podían atenerse a las pautas que un político miope diseñaría en el siglo XXI, España debe disculparse por actuar según la cartilla redactada por su tiempo y por las autoridades más veneradas en un determinado presente.
Pero la respuesta de Aznar también es un disparate sin paliativos. Cubre con un manto de benevolencia los hechos de la dominación española debido a que los coraceros y los frailes actuaban en nombre del Dios verdadero. El hecho supremo de la evangelización limpia las manchas de la conquista. Tumbar y quemar ídolos y derrumbar pirámides y bautizar a mansalva no solo fue una decisión adecuada, sino también un acto extraordinario de piedad porque conducía a la salvación de las almas de unos extraviados salvajes a quienes no había tocado todavía la mano de la Virgen del Pilar convertida en Madre Guadalupe. A don José María no le cabe en la cabeza que se critique a los enviados del trono español que vinieron a salvar almas, no entiende cómo una misión piadosa se puede confundir con una máquina de destrucción. Si alguien le hubiese recordado un sermón madrugador del fraile Montesinos en Santo Domingo contra las pavorosas demasías de los encomenderos, o la Brevísima Descripción del Padre de las Casas, u otros testimonios severos que escribieron los adelantados de la cultura metropolitana, no hubiera caído en una tontería tan confesional.
“Figuras como el Inca Garcilaso, Sor Juana y Andrés Bello, un mestizo y dos criollos que comunican un entendimiento del mundo y una estética capaces de abrir senderos espléndidos de cultura”
Ni hubiera cuestionado los reclamos de López Obrador porque los hizo en idioma castellano y porque el reclamante ostenta nombres y apellidos españoles. Para que tuvieran sustento sus reparos, don Andrés Manuel debía llamarse como los aztecas y hablar como los súbditos de Moctezuma, agregó don José María en una peroración aplaudida por sus partidarios. Semejante simpleza, tamaña necedad fue recibida como argumento brillante por sus colegas del Partido Popular, incapaces de considerar que la calidad de un reparo no depende del idioma en el cual se expresa, ni de los papeles que entregan los empleados de cedulación, sino de la seriedad y la coherencia de su contenido. O de su belleza. O, más importante en el caso que nos ocupa, de considerar cómo el idioma del conquistador se vuelve otra cosa en la sensibilidad del conquistado hasta llegar a muestras de peculiaridad y brillantez, a testimonios de singularidad y autonomía como los que exhibieron en su momento figuras como el Inca Garcilaso, Sor Juana y Andrés Bello, un mestizo y dos criollos que comunican un entendimiento del mundo y una estética capaces de abrir senderos espléndidos de cultura que no puede valorar un político sin luces.
Ni tampoco el mandatario mexicano convertido en campeón de una versión petrificada de la Historia, negado del todo a comprender que cada sociedad depende de las pulsiones de su tiempo sin que nada se pueda hacer para que quepan en la horma anacrónica que un hablador con ínfulas pretende confeccionar en la actualidad. ¿Acaso no quiere restablecer una cátedra parecida como gota de agua a la que impusieron los hombres de presa y los religiosos de quienes abomina? Mientras Aznar se empeña en regar parcelas antiguas con agua bendita, aspersión inoportuna para profana ocasión, o en sorprenderse porque un líder de la otra orilla ya no habla la lengua de los “naturales”, López Obrador ignora que el entendimiento de los protagonistas del pasado no es cuestión de fulminaciones sino de pericia profesional, o de sentido común.
Pero no hay mal que por bien no venga. Debido a estas muestras tan anémicas que no superan una rudimentaria campaña de vacunación, la Leyenda Negra y la Leyenda Dorada de España marchan con estrépito hacia el cementerio.