Publicado en: Blog personal
Por: Ismael Pérez Vigil
En los regímenes como el que padecemos, permítanme obviar las definiciones complicadas, no es fácil determinar qué cosas son peores que otras −es decir, todo es peor−; pero, sin duda, una de las peores cosas es su afán por cambiar lo que somos. No solo nuestras instituciones, nuestros símbolos y nuestra democracia, sino ese intento descarado de transformar nuestra historia, nuestra cultura y nuestro “habla”.
Es un vasto tema, el que podemos definir como “cultural”, pero lo acotaré, refiriéndome solo al tema del lenguaje −más precisamente la “neolengua” del régimen− y esa manía de clasificar y encasillarnos a todos.
El término “neolengua”, lo tomamos en el sentido en que lo hacía Orwell en su novela: “1984”; lo que él llamaba el “viejo lenguaje” (Oldspeak) y lo transformaba por uno nuevo, mucho más simplificado, con la finalidad de dominar el pensamiento de los habitantes, de la población, de los hombres del partido, para hacerlos pensar de una manera determinada. Vaciaba de contenido algunos conceptos −por ejemplo, libertad y otros− y les daba el contenido que el sistema quería. Eso es ni más ni menos lo que empezó a hacer Hugo Chávez desde su campaña electoral y desde luego lo intensificó cuando fue presidente y dirigía aquellos largos programas dominicales y pronunciaba en cadena de medios aquellos largos discursos, en donde contaba sus anécdotas, escatológicas, absurdas, inventaba términos, insultaba, reinterpretaba la historia, denigrando de unos próceres y ensalzando a otros, como a Zamora, por ejemplo, figura de por sí polémica y no muy bien considerado por muchos cronistas e historiadores.
De ahí viene también todo ese lenguaje, esa neolengua, del desdoblamiento innecesario de “venezolanos y venezolanas, “ciudadanos y ciudadanas”, etc. que plaga −nunca esta palabra pudo ser mejor empleada− nuestra Constitución, leyes, documentos oficiales, discursos y hasta los malos chistes de los dirigentes del gobierno. Ese lenguaje ha ido pasando a la población y hoy muchos opositores lo imitan y lo utilizan con la misma carga de veneno y odio que Hugo Chávez le imprimió. Por ejemplo, ese reemplazar la lucha política por “guerra”, el rival político, el contendor político, por el “enemigo” al que hay que acabar, aniquilar.
Todas esas expresiones como: guerra, enemigo, milicia, unidades de combate, batalla, rodilla en tierra, guerra de tercera generación, guerra híbrida, etc.; algunos las han ido adoptando, sin darse cuenta o conscientemente, y utilizan esa neolengua, esa jerga militarista, para el análisis político, para el análisis de la realidad, sin percatarse que resultan en una simplificación del lenguaje y una sobre simplificación de la realidad que se pretende analizar.
Y así está también esa manía de “clasificar” en bueno, regular y malo, teniendo por bueno, por supuesto, lo que está de acuerdo con lo que yo pienso y la estrategia que yo defino; regular, aquellas ideas “imperfectas” y “equivocadas”, solo medianamente toleradas por ser conceptos ingenuos; y malo, por supuesto, las que se contraponen a las mías.
Esa manía no es nueva, hay que decirlo, se remonta a la “prehistoria” del chavismo, cuando teníamos aquellos frondosos y enjundiosos comunicados firmados por intelectuales, periodistas, políticos, artistas, etc. para llamar la atención sobre un determinado tema o para fijar posición pública sobre determinados acontecimientos que afectaban al país. Eso derivó, en épocas más cercanas al surgimiento del “chavismo”, en aquellos “notables”, para algunos de ingrata recordación, que asocian con el origen del desmadre que nos condujo a esta ignominia; pero eso es otra historia.
A esa manía de “clasificación” obviamente le sigue la elaboración de “listas”, que han alcanzado su perfección en este régimen, siendo la más famosa aquella llamada “Lista de Tascón”, que deriva su nombre de un diputado homónimo, elaborada con el listado de los que firmamos solicitando un referendo revocatorio a Hugo Chávez en 2002 y 2003, que vino a realizarse, como todos sabemos, en 2004, después de todos los intentos por suprimirlo, por parte del impugnado. Esa “Lista de Tascón” fue utilizada por tres o cuatro años por el régimen, hasta que el propio Hugo Chávez tuvo que intervenir, sin mucho ánimo, por cierto, para que fuera eliminada, después de que empezó a utilizarse para tomar todo tipo de decisiones en la administración pública, en la industria petrolera, en las empresas del Estado y hasta en las empresas privadas que contrataban con el Estado. El régimen perfeccionó esa lista original y la convirtió en “listas”: de los que reciben dólares preferenciales, contratos del Estado sin licitación, los que reciben cajas CLAP, “bonos” de cualquier tipo, votantes a los que hay que acarrear para votar, listas para “echar” gasolina o diésel, y un sinfín más, de todo tipo de cosas, pues en esta materia la imaginación de los capitostes del régimen es muy prolífica.
Como no podía faltar, de nuestro lado de la acera, también tenemos “listas”, empíricas, de opositores: la lista de los buenos, la de los regulares y la de los malos. En la de los “buenos” están todos los que piensan exactamente igual que él que elabora, o los que elaboran, las “listas”. A los “regulares” se los señala, eventualmente humilla y presiona, para que rectifiquen, renieguen de sus ideas y se pasen a la lista de los “buenos”; de no hacerlo y persistir en sus defectos e imperfecciones, serán considerados como parte de los “malos”. En la de los “malos”, por supuesto, están esos que hay que “derrotar”, exterminar sin apelación, con los que no se dialoga, ni negocia, pues son hampones, narcotraficantes y malvados.
Pero las clasificaciones tienen un problema, sobre todo cuando se sobre simplifica la realidad o cuando de pronto las conductas o lo que hace la gente no se ajusta al concepto que se define como bueno, regular o malo. Y las “listas”, en consecuencia, tienen también su dificultad; siendo la primera la de los nombres que aparecen allí, que suelen ser −como todas ellas− imperfectas e incompletas y en algunos casos, pocos en verdad, sin haber estado de acuerdo con que su nombre apareciera allí, en esa “lista”; pero, obviamente, la dificultad más importante son los que no aparecen en ninguna. ¿Qué pasa con los que no aparecen? ¿Forman un grupo aparte? ¿Se les excluye del juego? ¿Se les rechaza?, esos detalles no entran en la mentalidad de los clasificadores y los neo lingüistas.
Y así llegamos a otro punto medular. ¿Quién o quiénes deciden quiénes son los buenos, quiénes los regulares y quiénes los malos? ¿Quiénes elaboran las “listas”? ¿Quiénes son los sacrosantos jueces, esos soberbios semidioses, savonarolas de nuevo cuño, que definen qué es “bueno”, qué es “regular” y qué es “malo” y en consecuencia: quiénes son los buenos, quiénes los regulares y quiénes los malos? Lo dejo hasta aquí, pues abundar más sería caer en la tentación de dar nombres, de hacer “listas”, que no es el caso.
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