Publicado en: El Nacional
Por: Elías Pino Iturrieta
Como es profesional de una ciencia del pasado, el historiador cuenta con el escudo de la distancia. Deber buscar regularidades en la época que examina desde el futuro, sin meterse en el intricado mapa de los detalles del género humano que la habitó, sin toparse del todo con sus miserias. Más bien procura rescatar del olvido los hechos de las figuras de un tiempo determinado, sin que la indagación consista en una pesca de los rasgos subalternos sino cuando conviene ocuparse de los matices. Todo esto en el entendido de que cada tiempo se distingue por la heterogeneidad y de que, por consiguiente, no se le puede uniformar con un ropaje único.
Se supone que la separación cronológica conduce a un deseado equilibrio cuando se ponderan las causas, los fenómenos representativos y las permanencias del lapso sometido a reconstrucción. Como ese lapso concluyó desde el punto de vista físico, como tuvo comienzo pero también terminación, el investigador se ha desligado de sus pasiones y de sus intereses para tratarlo sin tomar partido. En un oficio ocupado de cadáveres la posteridad aconseja su tratamiento moderado. Las exhumaciones son respetuosas, aun cuando se saquen monstruos de la tumba. Así como los rescatados del olvido pertenecen a lo yerto y a lo gélido, la posibilidad de su resurrección debe ser fría, o se sugiere que lo sea. De allí la existencia de métodos y técnicas susceptibles de impedir que el historiador se convierta en policía, o en torturador de los personajes inofensivos a quienes observa desde su ventajosa atalaya. No usa látigo en sus interrogatorios, ni otros instrumentos de tormento.
Pero, así como mira hacia el pasado por un asunto de oficio o de vocación, el historiador vive un presente del cual forma parte y que no deja de apreciar desde su deformación profesional. Debido a defectos de pupitre o a mañas adquiridas en el trajín de las fuentes del pasado con las que se ha familiarizado, tiende a mirar a los vivos como si pertenecieran al más allá para repetir el ejercicio de equilibrio en cuyas directrices se formó. Tal vez no sea necesariamente la repetición mecánica de una manera de tratar con los difuntos que orienta el nexo con los seres vivientes de su mundo, ni algo que de veras pueda demostrarse a través de evidencias serias, pero está cerca de quien mira a los compañeros de su viaje como miró a los antecesores que ya no existen. De allí sus referencias constantes al pasado, es decir, su búsqueda de explicaciones partiendo de lo que ya sucedió, un mandamiento de la profesión pero quizá también una argucia para escurrirse de la responsabilidad sobre las cosas que pasan frente a sus narices y en las que ha participado por acción o por omisión.
En mi caso creo que no le he sacado el cuerpo a la jeringa: he enfrentado a los sujetos de la dictadura que hoy martiriza a Venezuela en el terreno que me corresponde. Pero, por si cabe la duda, hoy dejo constancia de que los siento como plaga abominable, de que no son sino una pandilla de malhechores ante cuyos delitos no cabe la comprensión, mucho menos la indulgencia. Ladrones sin límites, verdugos inmisericordes, enemigos de la virtud y de la probidad que se han predicado como ejemplo desde nuestra antigüedad, en su inmensa mayoría gente sin preparación intelectual ni nociones de republicanismo, han fraguado uno de los tiempos más oscuros de la historia de Venezuela, quizá el más sombrío, o sin quizá. No estamos en horas de reflexión como las que hacen los discípulos de Clío en las aulas de la universidad, porque tiempo de pensar hemos tenido suficiente en las dos décadas de su hegemonía, o porque uno puede tener la pretensión de que una pública afirmación de repulsa pueda animar a sus rivales, los políticos de oficio, hacia acciones realmente serias y tajantes.
Aunque quizá no deba pedir tanto, y me conforme con dejar a los historiadores del futuro el testimonio de un colega desaparecido que les pide, como criatura corriente del cementerio que será, menos miramientos metodológicos y más apego a una verdad sin matices, a una verdad vestida de harapos. La distancia de ellos no es ni puede ser la mía, porque todavía sigo aquí.