Por: Jean Maninat
Los herméticos muros del Vaticano se han hecho más transparentes, casi líquidos, y muestran los espectros que desandan los jardines y corredores que tanto secretos guardan. Se diría que la arquitectura Barroca y Renacentista habría dado paso a una especie de Centro Pompidou religioso, con las entrañas abiertas a los mirones de todo el mundo, tubos traslúcidos y escaleras eléctricas transportando a los miembros de la alta y baja Curia romana, mientras secretean los últimos cuadres, los avances alborotados de los reformadores y la resistencia irritada de los conservadores. Una lucha que cobra víctimas como cualquier maquinaria política.
El más reciente caído en desgracia es el cardenal Angelo Becciu -antiguo número dos de la Secretaría de Estado- acusado junto a empleados y comisionistas de blanqueo de capitales, malversación de fondos y corrupción según El País de España en reciente cobertura del caso. La fiscalía vaticana les abrió un juicio que se lleva a cabo públicamente en la sala de los Museos Vaticanos, of all places. La simbología no puede ser más adecuada y acoge uno la sospecha de una bien orquestada puesta en escena de las que hacen la dicha de los expertos en los exquisitos quehaceres vaticanos.
Pero Francisco no es un sofisticado conductor de almas, un hábil y retorcido Borgia, no merecería el retrato grandilocuente que Velázquez hizo al Papa Inocencio X, y que luego Francis Bacon replicara en serie fantasmagórica, casi un aullido para remarcar su carácter abismalmente humano. No, no Francisco, con su rostro grave de pocos amigos, ajeno a las disputas teológicas de su brillante antecesor, va a lo suyo con eficacia de plomero, limpiando cañerías, reparando calderas, blindando fugas. Es un cura de barrio, de los que se ensucian las manos en la luz pública.
Como ningún otro Sumo Pontífice ha mostrado abiertamente al aparato político vaticano en su denuedo cotidiano por mantener y obtener cuotas de poder, más con los pies en la tierra, que en el cielo, o quizás con uno en cada punta en difícil equilibrio. ¿Un shock para recuperar la espiritualidad perdida? ¿La confianza de los fieles atropellada por la opacidad con los múltiples casos de pederastia? ¿Una sangría necesaria para recuperar a Dios? Las guerras vaticanas suelen ser perennes, los bandos suben y bajan, se recobran y se mantienen a raya, pero esta vez no es entre bambalinas, es a campo abierto. Y el riesgo es grande de daños colaterales aun mayores en una feligresía a quien solo le va quedando su íngrima fe.
La verdad se echa de menos un buen Padre Nuestro, un Salve María, una misa remecida por coros y el humo de los incensarios manejados por manos enérgicas y expertas. La picazón del espíritu, la sensación de que Dios está a un murmullo de distancia, a tan solo una oración en sotto voce elevada a las alturas.
La extrema crudeza de las actuales guerras vaticanas -entre altos jerarcas alejados de sus bases- ha venido minando su credibilidad, cuarteando la solidez del universo católico en un mundo convulso y cambiante. Más espíritu y menos mecánica requiere el momento, incluso para los no creyentes.
¿Estará escribiendo Francisco, Las venas abiertas del Vaticano?
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