Por: Jean Maninat
Las mejores hallacas del mundo no eran las de casa. Simple y llanamente no se nos daban, por más que se intentara. Tampoco es que año tras año se pretendiera replicar el milagro que se reproducía en el vecindario, en la casa de al lado, en el apartamento vecino, o en casa de los tíos, amigos cercanos, y tantos otros que celebraban ya desde los primeros días de diciembre el portento de confeccionar una excelente hallaca. De manera tal que se asumió como una batalla perdida que tenía la ventaja colateral de celebrar con otros, sin mucho complejo, sus multisápidas hallacas, según la descripción de Rómulo Betancourt, que si de algo sabía era de cómo lograr la mejor… democráticamente aliñada.
De manera tal que los vástagos de esa casa desangelada en el oficio de acorralar con éxito el plato nacional decembrino, tuvimos que desempeñarnos con cierto decoro a la hora de obviar el porqué nunca invitábamos a comer las mejores hallacas del mundo en nuestro domicilio, cuando todo el país lo hacía. Tenía sus ventajas, a la hora de ser convidados a hogares de amigos y de condiscípulos, podíamos decir sin que nos temblara el paladar ni la consciencia filial: ¡Señora, sus hallacas son las mejores de este mundo! Y asumir la afectuosa réplica con una sonrisa humilde y hambrienta: hay mijito, tan lindo, que tu mamá no te oiga.
Pero algo perdimos en el camino a Belén: ser miembros de hecho de las cadenas de producción fordistas que aseguraban la manufactura del condumio, desde quienes aceitan las hojas, quienes explayan la masa, quienes reparten el guiso previamente condimentado y cocinado, quienes doblan las hojas para darle forma y quienes realizan el prodigio de darle vueltas a un pabilo para encerrar metódicamente el sabor de sus ancestros. También, es cierto, habrá que homenajear la mano de obra barata e inepta de los espontáneos que se coleaban para hacerle ojitos a una hermana, una prima, o una novia en ciernes de los ayudantes titulares… eran parte del sabor.
La gente celebra lo que le queda por celebrar, en la Checoslovaquia comunista bailaban rock en las cervecerías como símbolo de resistencia, en Polonia comunista sacaban orgullosos sus símbolos católicos a pasear, en Cuba los solares repicaban el sincretismo de su Guaguancó. En la Unión Soviética reproducían los facsímiles de sus escritores más queridos. En Chile se reunían en La mansión de la novia -un comedero- para fraguar el retorno a la democracia. La gente tiene derecho a disfrutar un poco aún en medio de grandes dificultades, para luego seguir luchando. Es así desde que los dinosaurios prevalecían en la tierra. Y todavía siguen allí. (Sí, ya sabemos, pertenece a Monterroso).
Les deseamos las hallacas más multisápidas y democráticas posibles en estas fiestas y las que vendrán. (Por cierto, las hicimos este año en medio de la diáspora casera: son las mejores del mundo). ¡Feliz Navidad!
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