El tiempo corre muy lento cada día cuando cortan la electricidad. Si es aún de día, el calor sofocante hace que uno sienta desesperación creciente. Cada minuto sabe a hora, cada hora tiene olor a jornada. Si ya ha oscurecido, la sensación de abandono e indefensión es aún mayor.
Algunos dicen que hay que respirar, hondo, para soportar. Que no hay que dejarse caer en el desconsuelo. Pero cada día se siente peor. No es posible acostumbrarse a la destrucción que se asoma cotidiana, que nos grita que cada día perdemos algo, cada día algo desaparece, algo cierra, algo se escabulle. No es posible aceptarlo con mansedumbre. No es posible y no es bueno.
No es cierto que vivimos. Apenas sobrevivimos. Y quien diga que está bien comete varios delitos y pecados. El de carencia de ética y moral, el de ausencia de comprensión, el de ejercitar el egoísmo como precepto de vida. Si millones están mal, unos cuantos miles no pueden jugar a su tierra del verde jengibre.
Esas horas diarias pesan como días.
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