Publicado en: El Nacional
Por: Elías Pino Iturrieta
La imposición de la voluntad de un hombre sobre la sociedad, o la idea que tiene la sociedad de que su vida depende de lo que resuelva una sola persona, me obliga a mirar hacia el período gomecista. Quizá la relación parezca anacrónica, pero puede ilustrar cabalmente sobre el asunto.
Como se sabe, durante la tiranía de Juan Vicente Gómez la colectividad estaba pendiente de lo que resolviera el mandamás porque se trataba de decisiones inapelables, pero también de lo que dispusieran sobre cualquier vicisitud los miembros de su clan. Para aclarar el punto, miremos hacia las ergástulas en las cuales padecían entonces horrible encierro centenares o miles de presos políticos.
La crueldad del tratamiento a los prisioneros, o la duración de su permanencia en las jaulas, dependía del individuo que lo había remitido a ellas. Ese tardará en salir porque es un preso de Vicentico, calculaban los deudos y los amigos del cautivo. Puede ser que fulano esté pronto en la calle, pensaban ante otro caso, porque su encierro fue ordenado por don Juanchito, que es un señor de buenos sentimientos. A algunos les pronosticaban lustros o décadas de clausura debido a que habían llegado a su pavoroso destino por órdenes del general Eustoquio. Y así sucesivamente. Para descifrar el misterio de las mazmorras se tenía que pensar en un trío de dueños y señores.
Los jueces y los tribunales no hacían nada ante tales predicamentos. Se limitaban a callar, porque en la mayoría de las ocasiones no se enteraban del tránsito de los reclusos. Como no ordenaban su retención, tampoco determinaban la fecha de su libertad. Eran negocios políticos con los cuales no se relacionaban porque pertenecían con exclusividad a los miembros de un clan irrebatible, o en los que participaban como juguetes de los que tenían la sartén por el mango.
Se escogió este ejemplo por su elocuencia, pero bajo ningún respecto para señalar a nuestro capitán Cabello de la actualidad de atrocidades como las cometidas por el niño Vicentico o por el primo Eustoquio. Entre otras cosas, porque no hay evidencias que puedan sostener la afirmación y porque estamos en épocas distintas. Pero he dicho nuestro capitán Cabello porque es, dentro de la dictadura que padecemos, el personaje más relacionado con las rutinas de los ciudadanos en la mayoría de los trances, y, por lo tanto, susceptible de analogía. Más que el mismo usurpador, que ya es mucho decir.
En Venezuela todos están pendientes de lo que dice el capitán Cabello en su programa de televisión, o de lo que declara a los periodistas cuando tiene ganas, o de los discursos que de vez en cuando suelta en el organismo que dirige. Pero no lo hacen por la atracción que produce su elocuencia, una cualidad que le está vedada, ni por las profundidad de su talento, sobre el cual pueden existir fundadas dudas, sino por la sensación que se tiene de que lo que diga se convertirá en decisión fulminante de la cúpula chavista; y de que su voluntad no solo podrá cambiar el rumbo de la política, sino también los planes de los particulares en materias tan privadas como iniciar un negocio, planificar los estudios de los hijos, hablar en las tertulias con los amigos o tomarse unas vacaciones. El cobijo del capitán sería una bendición, desde luego. De allí que la diana de su voz sea más importante que la tinta de la Gaceta Oficial. O lo parece, de acuerdo con las sensaciones de la ciudadanía que vive pendiente de lo que afirma y de lo que calla para ver cómo enfrentará los retos de cada día.
No se toca el punto para que el lector piense que el capitán es más importante que el usurpador, lo cual puede ser idea superflua a la hora de meterse en las interioridades de la cúpula, sino solo para detenerse en la aberración que significa el hecho de que pueda ser el centro de la vida ante las leyes, ante los intereses de otras figuras del cogollo y frente a las instancias que distinguen la marcha de las repúblicas en el siglo XXI. No solo una aberración, sino un retroceso tan escandaloso que concede licencia para tratar de medir su tamaño con un ejemplo sacado del gomecismo. Un ejemplo que tal vez no funcione porque durante aquella época tenebrosa se hacían notar varios miembros de la tribu reinante y hoy copa la escena uno solo.
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