Publicado en: El Universal
“La población en Venezuela se redujo a 28,4 millones”. “96% se encuentra en situación de pobreza por ingresos”. “79,3% no puede cubrir la canasta de alimentos”. “En al menos 1 de cada 4 hogares la Inseguridad Alimentaria es severa”. “639 mil niños menores de 5 años registran desnutrición crónica”. “60% no llega a consumir el mínimo requerido de 2000 calorías/día”. “Venezuela es el país más pobre y el segundo más desigual de Latinoamérica”. Helas allí, “exactitudes aterradoras” como las que demandaba el poeta Cadenas. Los hallazgos de ENCOVI 2019-2020 certifican el desplome del mismo país que entre 1999 y 2014 ingresó $960.589 millones por concepto de exportación petrolera. Un país cuyo gobierno presumía en 2012 de su éxito en la lucha contra la pobreza y la desigualdad; lucha que, como hoy se confirma, nunca se ancló a la generación de condiciones estructurales sino al precio del petróleo, al pantagruélico consumo de la renta.
Ante paisaje tan desolador –cuesta procesar el brinco desde la Venezuela Saudita a esta que evoca la privación de países africanos como Nigeria, Congo o Zimbabue- las dudas en relación al cambio político se redimensionan. ¿Cómo aspirar a tener una sociedad políticamente movilizada si sus necesidades más básicas están tan comprometidas? ¿Cómo ir más allá del horizonte transitorio de esas urgencias para construir una esfera pública, una polis funcional desde la cual articular la lucha por elecciones libres, por ejemplo? ¿Cómo habilitar a costa de la precariedad de la vida privada esa suerte de “segunda vida” que anuncia Werner Jaeger, ese “bios polítikos” que nos faculta para gestionar nuestro destino?
La dificultad es obvia, pero eso no hace menos imperiosa la obligación de ese accionar conjunto, el potencial antídoto para ir exorcizando incluso los intrínsecos desequilibrios. Lo primero es entender que abandonar la política en contextos autoritarios como el que sufrimos, que recluirnos en ese desmejorado oikos y ceder ante la radicalización del adversario, sólo fortalecerá a este último. Aun al tanto de la ingente capacidad de maniobra del régimen, de la crisis de representación en lides opositoras o la paradoja que implica consolidar un gran movimiento cívico en plena pandemia, conviene recordar lo que decía Arendt: que el poder se deriva básicamente de la capacidad de actuar juntos y concertadamente.
Lo sensato, entonces, sería apelar a una praxis que permita salvar la distancia entre dificultad y posibilidad: asumir errores, abrazar el pensamiento lateral, restaurar la confianza, facilitar el entendimiento. Todas cosas vitales –hoy prácticamente inexistentes- para habilitar nuevos acuerdos entre demócratas, para dar con una estrategia capaz de trascender la coyuntura y su azarosa “niebla de guerra”. Una estrategia, reiteramos. No un rosario de tácticas, de diligencias puntuales para atajar la fiebre, de movidas reactivas y sin proyección futura. No un templete comunicacional, pleno en altanería pero magro en sustancia, que deriva en cierta transgresión pre-fabricada. Hablamos de la serie de premisas que, partiendo de lo que efectivamente se tiene y aun operando en medio de la incertidumbre, ayuden a tomar decisiones coherentes, a distinguir la ventaja que podría ofrecer la circunstancia y a explotarla, en consecuencia.
Para la oposición, lo anterior invoca prácticamente un reset, casi una vuelta al inicio. Algo que además de destrezas para la actividad en simultáneo, exige piedad; una empresa que no podría valerse de la misma lógica que aplicó en 2015, por cierto. Para entonces, otra Venezuela –golpeada en lo económico, pero todavía alejada de los infiernos que hoy radiografía ENCOVI- contaba con una sociedad mejor equipada para esa articulación, un poco menos acuciada por la tiranía de vísceras vacías, más dispuesta a escuchar y ser seducida por la oferta de una dirigencia sin prontuarios. La de hoy, amén de disminuida en sus fuerzas físicas, es sociedad que arrastra cansancios políticos profundos, una y otra vez requerida, una y otra vez desinflada. Poco ducha en la tarea de tramitar su rabia; mordida, para desdicha de quienes sí dependen de sus apoyos, por la tarasca de la desafección cívica.
Entre las rémoras de ese quiebre de la confianza ciudadana, quizás la más grave es el pretexto que brinda acá para la inmovilidad. Es lo que llevaría al actor político a convertirse en pasivo espectador; uno que, advierte Guy Debord, “cuanto más contempla, menos vive; cuanto más acepta reconocerse en las imágenes dominantes de la necesidad, menos comprende su propia existencia y su propio deseo”. Un espectador que mientras más se desvincula de la acción colectiva, en fin, menos puede, menos existe.
El aplanamiento de expectativas surgido de esa auto-anulación del conatus -derrotero de sociedades como la cubana, condenada a la contemplación, a anhelar un cambio, sí, pero al mismo tiempo convencida de que nunca ocurrirá- es lo que urge espantar. En ese sentido, la fibra del liderazgo democrático es clave. No se equivocó Jóvito Villalba cuando al decidir participar en los fraudulentos comicios del 52, “frente al pesimismo, frente a las dudas, frente a las más gratuitas e infundadas acusaciones” conminó a “actuar revolucionariamente en la calle” y retar “la arbitraria, abusiva y anticonstitucional represión del gobierno”. El “espíritu del 23 de enero” se fraguaba desde entonces.
Pero nuestra posibilidad boquea, aquí y ahora, si de antemano se despachan alternativas de movilización como las que incluso plantea una viciada contienda electoral. Ah, y lo cierto es que no hay belleza ni honra en tal rendición, ya no cala el “bel morir”. Plegarse sin resistencia al juego pavloviano que los mandones proponen, reducir así los costos de su permanencia en el poder, negarse a exprimir lo disponible (una mediación más efectiva por parte de UE/ONU, por ejemplo) para presionar por condiciones, ni siquiera servirá para allanar el camino de esa “rebelión” que algunos sueñan con dirigir a control remoto.
Lea también: “Cortijos abandonados“, de Mibelis Acevedo Donís