La píldora roja – Mibelis Acevedo Donís

Mibelis Acevedo Donís

Publicado en: El Universal

Por: Mibelis Acevedo Donís

La realidad es la verdadera tirana. Ante su contundencia, incluso los idealismos más legítimos pueden acabar enflaqueciendo, en especial esos que prosperan sin siquiera mirarla. Es la suerte del Quijote. O la del político de la fe pura, el político adolescente. O la del simple obcecado, incapaz de contar cuántas almas aplasta en su impenitente marcha. Un actor que opera en el vacío, presto a reclutar incondicionales que armen fortines para sus embelesos. (Pues, tampoco faltan los escuderos que, incluso al tanto del extravío como lo estaba el propio Sancho, economizan el pragmatismo, llevados por la ilusión de obtener a cambio algo jugoso como el gobierno de la ínsula Barataria.)

Entre la píldora roja y la azul, entre la punzante verdad o la mentira confortable -el dilema que debe zanjar Neo, el héroe de “Matrix” (1999)- no pocos optan por la oferta de la ficción. La píldora azul atrae con su plan de estadía prolongada en un mundo donde “creerás lo que quieras creerte”. Pero como confirma nuestro caso, su alivio no es eterno. Las utopías de un bando y otro se han agrietado. Ahora se impone fluir con la circunstancia, no en su contra, para aprovechar al máximo la participación electoral. Esa que tendrá lugar, por cierto, en el contexto autoritario que persiste tras la breve ensoñación; tal como el dinosaurio de Monterroso.

La píldora roja opera sin gentilezas, eso sí. Y puesto que de un día para otro la dirigencia identificada con el boicot hizo pública su decisión de participar, muchos eventuales electores fueron sorprendidos en medio de gestiones cognitivas inconclusas. Decidir entre votar o no y por quién hacerlo encuentra a una mayoría desarmada, desinformada, distanciada de los hábitos propios de la cultura del voto. Una situación que obliga a las cabezas promotoras de las fallidas tesis del quiebre, la abstención “útil”, “activa”, y sus atolondrados correlatos -la estigmatización del presunto “quietismo” electoral- a componer una narrativa cuya robustez justifique la mudanza sin reproches ni dilación.

Afinar esa comunicación en tiempo récord incluye agenciar estos y otros hándicaps. El primero, que el dinosaurio sigue allí. Que las condiciones de competencia vs la autocracia electoral continúan limitadas por discrecionalidad y la incertidumbre que eso concita, lo cual recorta viabilidad a las promesas de cambio, a la eventual gratificación del votante. Las estrategias comunicacionales no pueden saltarse de nuevo esa certeza. Sin embargo, el resultado no depende exclusivamente de ellas, nos recuerda Andreas Schedler. También importa tomar en cuenta la estructura de un electorado desencantado y exhausto, cuyas motivaciones y expectativa de mejora parecen trascender el simple clivaje anti régimen: “¿Qué tan receptivos son los votantes para mensajes de democratización? ¿Qué tanto para mensajes autoritarios de miedo, nacionalismo u oportunismo económico?” En sintonía con Ken Greene, Schedler advierte que no podemos asumir de entrada que ese clivaje anti régimen (y las abstracciones que de él se derivan) sea relevante para todos los ciudadanos.

La píldora roja obliga. Sabiendo que el tránsito por improvisados puentes puede entrañar resultados sub-óptimos, y que eso pide refrenar la expectativa, el tono rumboso y su chocante disociación, cabe preguntarse: ¿se trata entonces de hacer atractivo el fracaso? El solo planteamiento resultaría enojoso para quien se sabe obligado a distinguir semilleros en pleno erial. Más allá de la pista insuficiente de las encuestas, incluso en contexto tan disfuncional e invocando “pasiones tristes” como la rabia/indignación (voto-castigo) o el miedo/ansiedad (no-continuidad), la campaña debe servir para posicionar mensajes que movilicen, que inspiren al sujeto político, no que vacíen a priori su potencia. El matiz quizás estaría en dotar a esa transacción de un sentido cooperativo que, amén del ineludible saldo emocional, apela a la elección racional (Downs) y la oferta concreta.

Tratándose del voto -son numerosos los estudios sobre el cerebro político- la emoción, el pathos, tiene carácter omnipresente. Sin embargo, ello no siempre remite a un sesgo irracional, sino al vehículo que soporta y da sustancia a la toma de decisiones. En país tan malherido importa reparar en esa premisa. Es cierto que la merma en la identificación partidista (operando como atajo informacional), la precaria institucionalización y la distorsión que introduce la hegemonía comunicacional cercenan los recursos del elector para el cálculo costo-beneficio. Pero presumimos que la “ruta pasional” algunas heridas dejó en la consciencia. Ya no parece haber disposición para entregar el alma a cambio de nada. Siendo así, la desconfianza activaría un sistema de vigilancia que exige nueva información, para minimizar el riesgo. He allí la rendija, pues, la ruta del mensaje que apela a la inteligencia afectiva. La oportunidad para hacer de esa realidad llamada a tiranizarnos, una aliada que amanse los futuros trasiegos.

 

 

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