Por: Floralicia Anzola
Venezuela se ha vuelto, para muchos, un fastidioso ritornello. Las noticias que llegan pasan de malas a peores y cuando no se puede esperar nada peor retornamos a otra mala noticia. Nuestros migrantes golpeados como todos en distintos rincones del mundo, pasan de un día a otro de la escasez a la miseria. A muchos se les ve en plazas, esquinas, como antes otros que llegaron de África o de Europa del Este a Madrid, Roma, París. Ignorarlos, evitar sus miradas, parece ser la consigna. Apurar el paso, hacerles invisibles.
Esta mañana revisando noticias, no pude evitar sentir un profundo dolor, al ver las imágenes de venezolanos en el suelo de Barajas, en las puertas del aeropuerto madrileño, esperando una opción posible para su regreso. Improvisando entre carros de cargar maletas un espacio para delimitar lo poco que queda de sus esperanzas.
Leer en la prensa bogotana, de cómo en las mañanas pasan por las barriadas pudientes, venezolanos gritando a las ventanas los “buenos días” y pidiendo algo con qué poder resolver unas horas más.
No puedo evitar recordar los gritos y cantos de los amoladores, temprano cerca de casa, cuando era niña. Muchos de ellos eran venezolanos que lo aprendieron de sus abuelos gallegos.
“El amoladoooor… Tijeras, cuchillos, corta-cutículas….El amoladooor….” Y después regresaban a la tonada, hacia arriba y hacia abajo en la escala musical de su pequeña armónica.
Lo aprendieron de sus abuelos que emigraron a Venezuela huyendo de la miseria y las enfermedades de la España de posguerra.
El 3 de agosto de 2017, mucho antes de imaginar siquiera la gravedad a la que nos sumiríamos todos con la pandemia, escribía el periodista canario, Juan Cruz un artículo el diario madrileño El País, titulado, “Por aquí todos bien, gracias a Dios” Juan Cruz recordaba cómo las esposas de los migrantes españoles que se quedaron en sus casas, le buscaban a él, un adolescente, para que les escribiera sus cartas y así hacerlas llegar más allá del mar a sus maridos en Venezuela.
Dice el escritor Juan Cruz: “Se quedaban las mujeres, los hijos. Aquellas mujeres, como de luto, venían a casa, me dictaban sus cartas para explicarles a los hombres qué pasaba aquí, qué había en su ausencia.
Ellas dictaban palabra a palabra, como un testamento; explicaban la tragedia de vivir. Todas las cartas empezaban con la misma fórmula: “Querido marido, me alegro de que al recibo de esta mi carta te encuentres bien de salud. Nosotros por aquí bien, gracias a Dios”. Los párrafos que seguían eran la crónica de la miseria. Las carencias, las enfermedades, las muertes. Aquel adolescente tomaba nota de ese estremecimiento doméstico; luego les leía el contenido, ellas quedaban conforme y debajo de mis letras hacían un garabato que garantizaba la autoría. Eso que se decía allí lo había escrito la mujer, pero con otras manos.”
Juan Cruz fue testigo de cómo empezó a regresar a España la esperanza con los logros de sus migrantes en Venezuela; “Un día llegó a casa uno de aquellos emigrantes. Era mi tío Tomás, manejaba un camión de Leche Carabobo, en Colinas de Bello Monte, una de las direcciones que yo ponía en los sobres aéreos de aquellas cartas tristes. Miró adentro de la cocina, petróleo, oscuridad; al día siguiente hizo que llegara una cocina de gas, era una novedad tal en el barrio que había que aprender para darle fuego. A las otras casas empezó a serles Venezuela igual de propicia, y se alivió aquel tiempo de estupor y de estraperlo. En una casa de El Hierro vi, algunos años después, una casa alta y estrecha construida por emigrados; decía en el frontis, escrito para siempre: “Gracias, Venezuela”.
Gracias Venezuela. Hoy es gracias, España. Acoge a los nuestros como lo hicieron con los tuyos. Y la próxima vez que pases al lado de un venezolano, no le ignores. Tu pasado y su futuro se han limado con la misma piedra. La piedra del amolador.
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