Por: Jean Maninat
En una de las más extraordinarias novelas del siglo pasado (La peste, 1947), Albert Camus, describió los avatares de una ciudad asediada por una epidemia de cólera, obligada a cerrarse sobre sí misma para atajar la expansión de los males que le habían caído encima, alimentados por su incapacidad para enfrentar la epidemia en conjunto, pensando que siempre alguien tendría a la providencia de su lado para salvarse y sobrevivir la hecatombe. ¿Por qué yo, tan creyente, no podría salvarme de ésta? Los emisarios de las pestes no tienen reparo con la fe, el titubeante agnosticismo, o el feroz integrísimo de los ateos. Inermes quedan las víctimas, en su sálvese quien pueda.
En estos tiempos, la peste suele ser convocada por las malas decisiones políticas de hombres y mujeres que van a mercados repletos de mercancías -no siempre al alcance de todos, pero a tiro de rebajas competitivas y ahorros domésticos-, mejoran su calidad de vida, votan cada tanto tiempo para sacar a sus gobernantes, y pisan la proximidad de ser ciudadanos de sociedades en ciernes de liberarse de sus males seculares. Entonces, surgen como un maleficio los iluminados que los convencen que tanta belleza es mentira, que en realidad están más mal que si ellos gobernaran; y las masas los aplauden embelesadas y las élites se acoplan, y bailan a su alrededor en la seguridad de que las élites siempre ganan. Y pierden, y luego le echan la culpa a la falta de educación del pueblo, a los políticos, a la democracia o cualquier paparrucha similar.
Mas no es una peculiaridad de pueblos subdesarrollados -como solía decirse- sino también de sociedades prósperas, cultas, y tecnológicamente disparadas, pero inmersas en el dilema de “encontrar su propia identidad” en medio de deportistas “extraños” que les dan campeonatos deportivos altamente codiciados, viandantes callejeros que les negocian réplicas de los objetos de lujo que están más allá de su alcance, trabajadores que toman los empleos que ellos rechazan por indignos, y tiroteos mortales contra extranjeros con toda una vida y más en el país. “El mundo está loco” es una frase recurrente en cualquier encuentro amigable o no. Los extremos parecen haberse adueñado del planeta.
En nuestro caso -el venezolano- términos fundamentales del pensamiento democrático como: diálogo, entendimiento, convivencia, recuperación del tejido institucional, quieren ser convertidos en anatema por la presuntuosa “condición moral” de los radicales de uno y otro lado. Al fin y al cabo… son hermanos gemelos del mismo progenitor: el comandante galáctico. Su lejanía del “pueblo“ que pretenden redimir los aproxima en la furia y el odio que despiden sus miradas y palabras. La peste iguala a todos, poco a poco va carcomiendo lo mejor que tenemos hasta hacernos irreconocibles, meros espectros de lo que fuimos.
Quizás convenga releer la reflexión final del narrador testigo de la novela: “Oyendo los gritos que subían de la ciudad, Riux tenía presente que esta alegría está siempre amenazada. Pues él sabia que esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste para desgracia y enseñanza de los hombres despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa”.
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