Publicado en: El Universal
“Una ola recorre América Latina como consecuencia del egoísmo de las élites: es la ola de la escasez de mayorías. En este último ciclo electoral los nuevos presidentes enfrentan creciente atomización de los parlamentos, aumento de movimientos y partidos nuevos, así como el fin de los viejos. La gobernabilidad se aleja, augurando tiempos complejos para la región…”
El preámbulo del “Adiós a Macondo”, el más reciente informe de Latinobarómetro, (divulgado en octubre de 2021) revelaba cruciales hallazgos y reiteraba añejas preocupaciones. Desde hace una década, el apoyo a la democracia ha experimentado un declive importante, de 63% en 2010, a 48% en 2018, annus horribilis para la región. Aunque en 2020 ese descenso parece haberse contenido (49%), el peligro sigue latente. En la mayoría de países con democracias “delegativas” (O´Donnell), el voto y la protesta se convierten en recurso para la expresión de expectativas crecientes y cada vez más inelásticas de la ciudadanía, en “poder de los sin poder” (V. Havel). Eso no hace menos incierto el futuro. Procesos tan dispares como los de Perú, Bolivia, El Salvador, Brasil, Chile o, más recientemente, Colombia, tienen denominadores comunes: los actores tradicionales pierden brillo, los partidos ya no copan el protagonismo en la arena pública, y la balanza de la opinión tiende a favorecer al discurso anti-sistema. Fenómeno similar al de la Venezuela de 1998, hoy redimensionado por una complejidad que encuentra espejo imperfecto en las redes sociales; esas díscolas, volátiles junglas de la virtualidad.
El látigo es implacable: “Los ciudadanos han salido de Macondo para incorporarse al mundo globalizado que el virus puso en las pantallas de sus smartphones. Una combinación explosiva para la gobernabilidad, demandas de desarrollo globalizadas, oferta política macondiana. Las nuevas élites… cometen el error de las viejas a las que reemplazaron, se quedan con más poder y más tiempo que el deseado a su bienvenida. Las ideologías se corrompieron con el poder dejando a la izquierda y la derecha desarmadas con baja legitimidad”. El informe destaca también una llamativa paradoja, producto del sostenido aumento de la complejidad social: mientras más opciones de nuevos partidos y movimientos tienen los electores, menos inclinación muestran hacia ellos. La atomización del sistema de partidos se convierte en una inopinada traba a la hora de formar coaliciones, de favorecer consensos para gobernar y legislar.
El caso de Venezuela, inserto con singulares menoscabos en ese paisaje de desencanto cívico, no deja de asomar oportunidades, sin embargo. Un autoritarismo encajado por la vía de las urnas y adversado sin éxitos sostenibles por la oposición, ha socavado el apego por el ideal democrático, pero no lo ha suprimido. De hecho, el apoyo a la democracia -que alcanzó su punto más elevado en 2013, con 87%- exhibe una cifra todavía significativa, 69%.
A la luz de recientes sondeos hechos en Venezuela, retoña una observación: que el anémico desempeño de partidos afanados en “forzar” la democratización, ha incidido en la pérdida de confianza de sus audiencias. Una dinámica signada por el crónico reinicio, que sólo trajo desgaste. Todo ello abona a la cada vez más extendida crisis de representatividad, pero también a desarreglos de mayor calado, una tenaz crisis de la política que arrastramos desde finales del siglo XX. Aun así, el deseo de cambio no se extingue. Según Delphos, si bien la valoración positiva de las principales figuras de oposición registra severos derrumbes, la idea de apoyar a un candidato “distinto al oficialismo” en 2024 cuenta con 61% de aprobación.
Asimismo, dice el estudio, 46,5 % opina que el futuro presidente debería ser un opositor, 20,5% que debería ser un chavista, mientras que 26% afirma que el elegido para tal responsabilidad no debería pertenecer a ninguno de los dos bandos. Esto último, un ni-nismo atado a una oferta por ahora inexistente, (el famoso “outsider”, cuya irrupción no admite la fragua a voluntad) resulta comprensible, dados los exiguos resultados de la gestión del liderazgo. El riesgo, claro está, es que tales aprensiones anulen a priori el salto de lo ideal a lo posible, la “impureza” de la mudanza democrática, urgida de mayorías incontestables. Por ello, con más razón conviene tramitarlas con el esmero que no cundió en 1998, cuando la vocación por la simplificación impidió detectar honduras y alcances de la desafección.
Salvando distancias con las “democracias indignadas” de la región, en el Macondo venezolano también parece haber una ciudadanía tan herida y ávida de mejoras como poco dispuesta a dejarse seducir por pretendientes enclenques. Quizás consciente de los abismos a los que llevó el Socialismo del siglo XXI, sí, pero no menos escamada por la incompetencia de élites poco dadas a la innovación o atascadas en fórmulas que no están a la altura de los nuevos e incesantes desafíos. En medio de ambos desencantos, la opción democrática, que es la de la racionalidad y la complejidad, no tiene un camino despejado. He allí una certeza que antes de espantar, debe servir para prever dificultades que no estaban en el plan original. En todo caso, cabe recordar advertencias como la que en 1951 ya hacía el historiador y periodista británico, Edward H. Carr: “hablar hoy de la defensa de la democracia como si estuviéramos defendiendo algo que conocemos es un autoengaño (…) nos acercaríamos al objetivo si habláramos de la necesidad no de defender la democracia, sino de crearla”.