Publicado en: El Nacional
Por: Fernando Rodríguez
En 1963 el monje y poeta norteamericano Thomas Merton escribió un curioso texto con el título de este artículo, Original child bomb, suerte de antipoema que remeda un resumen periodístico del nacimiento de la “bomba atómica” y su debut mundial, la espantosa destrucción de Hiroshima y Nagasaki. En medio de la simulada objetividad del recuento emerge la certeza velada de que el monstruoso artefacto cambiará el destino humano y a lo mejor lo llevará a su destrucción. Vale la pena copiar tres fragmentos de esa historia, según el poeta. La bomba: “ La bola de fuego fue de 18.000 pies de diámetro. La temperatura en el núcleo de la bola de fuego fue de 100.000.000 de grados. Las personas cercanas al núcleo se convirtieron en nada. La ciudad entera fue hecha pedazos y las ruinas en todas partes agarraron fuego, ardiendo rápidamente. 70.000 personas murieron de inmediato o dentro de pocas horas. Las que no murieron inmediatamente soportaron inmenso sufrimiento. Pocos de ellos era soldados”. La filosofía del presidente Truman, quien tomó la decisión de lanzarla: “Encontramos la bomba y la usamos”. Y el último registro del poema “Desde ese verano muchas otras bombas han sido ‘encontradas’. ¿Qué irá a pasar? Al momento de escribir, después de una temporada de enérgica especulación, los humanos parecen estar cansados de todo el asunto”. Uno de los asesores de Truman, agreguemos, le había dicho y se registra en el poema: “Uno de los presentes añadió, en tono reverente, que el nuevo explosivo eventualmente podría destruir el mundo entero”.
El poeta concentra en estas escasas líneas camufladas las trágicas consecuencias del nacimiento de esa bomba, literalmente uno de los grandes hitos de la aventura humana. A lo cual podríamos agregar que entre su nacimiento y la actualidad la bomba niña se ha hecho adulta y no solo ha expandido sus poseedores –multiplicando su peligrosidad geopolítica– sino su potencia destructiva, al punto de que una nueva guerra mundial seguramente sería sinónimo de la aniquilación de la especie, al menos de la civilización, como se narra en tantas novelas y películas, buenas y malas, la mayoría muy malas. Esa convicción y esa proliferación produjeron, sobre todo entre la URSS y Estados Unidos, las dos grandes potencias nucleares, lo que se llamó, entre otras expresiones, el equilibrio del terror, la guerra fría. La elemental certeza de que el que lanzara la primera piedra estaba asegurando su propia destrucción. Y funcionó, uno que otro susto –los misiles en Cuba, algunos errores técnicos…Pero siempre pudo fallar, lo temimos razonablemente durante decenios. Siempre era factible que un delirio de poder o un error fatal acabara con la especie de los animales racionales. La caída del muro, el fin del comunismo, abrió una pequeña primavera e hizo casi olvidar las infernales bombas.
Esa primavera acabó. Ahora hay Ucrania y Putin. Se ha vuelto a amenazar con la guerra nuclear. De nuevo el equilibrio del terror. Ahora bien, yo creo que agita de nuevo el miedo nuclear, esta vez a que la psicopatía de Putin lo haga enloquecer ante una derrota, lo cual es una posible desgracia.
Pero también la bomba original nos puede servir para comprender la arquitectura de esta extraña guerra en que se juega en un tablero ajeno a las fronteras de los poderosos y vecinos, que es un ajedrez económico en gran parte, que de alguna forma conmueve a todo el globo, que las armas de Occidente son exportadas clamorosamente a su valiente púgil y que se ve todos los días por televisión. Estoy seguro de que mucho de ello se debe a la bomba original ya muy mayor y en un mundo más bien invernal y muy desconfiado y temeroso de sí.