Publicado en: El Universal
¿Puede un gobierno autoritario y con raíz populista como el de Venezuela, prescindir de elecciones? Aun cuando en la práctica el ejercicio electoral se restringe cada vez más (perversión que agudiza el acaparamiento “legítimo” de espacios por parte del PSUV) eso ahora mismo no luce probable. Quizás he allí una de las mayores distancias que nos separa de Cuba, por cierto. Un sistema de partido único, “martiano, fidelista y marxista-leninista” y con facultad supraconstitucional, encajó en la isla esa fullera “democracia directa y participativa” que derogaba el sistema “burgués-liberal” de partidos. La ley electoral cubana es clara: ningún partido tiene derecho a postular candidatos. De hecho, el único partido legalizado es el PCC. “El sistema de partido único” -decía Michel Torres Corona en el Granma– “es el que defiende la idea de someter la ideología de un sistema político a un solo orden de intereses: los intereses del pueblo”.
Un centro de poder definido. Una ideología oficial. Una activa movilización que habilita el partido único y una serie de grupos subsidiarios, conformando una nueva institucionalidad. En virtud de eso, el sistema cubano entraría, según Linz (1975), en el rango de un autoritarismo totalitario que calzó en la horma del caudillismo latinoamericano. El papel ductor de la sociedad y el Estado que ejerce el PCC y que conculca la libertad de asociación propia del pluripartidismo, también aspiraría a hacerse del alma del individuo, decidir por él sobre lo bueno y lo malo, infiltrar a fondo su vida privada, borrar fronteras entre lo público y lo íntimo. Y aterrar, vigilar, castigar, sustraer toda capacidad de decisión autónoma.
Un “sistema electoral” tan rebatible y que desde 2017 apenas contempla la elección legislativa directa, tampoco ha ofrecido incentivos a una hostigada oposición para organizarse hacia lo interno, ganar apoyos y competir, aun consciente de las paupérrimas condiciones. “¿Por qué la disidencia es irrelevante para los cubanos de a pie?”, fustigaba Iván García en 2015, en “Martí Noticias”: “porque el activismo opositor es incapaz de tender puentes con cubanos que desayunan café sin leche”.
Parte de esas roturas, nutriendo también el viejo hartazgo y la nueva indignación, estaría en la base de las inéditas protestas en la isla. Así, “la maldita circunstancia” como amargamente la nombró Virgilio Piñera en 1943, parece brindar acicate para sacudir la desesperanza, para desafiar la previsible represión. Lejos de ceder bajo su peso y conectados con la aterrizada visión que en 2020 perfiló el movimiento ciudadano San Isidro, los ánimos apuntarían hoy a transformarla. La consigna, una dupla diáfana: Patria y Vida.
Todo lo anterior sirve para detectar rasgos que en muchos sentidos conectan a Cuba y Venezuela, hermanadas por tragedias que de ningún modo anulan la resuelta agencia cívica. Pero, además, permite captar sustanciales aunque no tan ruidosos contrastes, las rendijas que en una autocracia electoral como la que sufrimos podrían prestarse a ensanchamientos. Una faena que no remite al milagro, al romantizado y expedito reemplazo del antiguo orden por el nuevo sin que ello implique previo estrujamiento del potencial de situación. Acá más bien se trata de invocar esa oportunidad para reemprender procesos de cambio, sostenidos por la idea de la tenaz acumulación de logros.
Procesos: palabra clave. Secuencia de tareas concatenadas, suma de gestiones cuya continuidad busca un fin concreto. Acomodos a menudo inapreciables en las democratizaciones, socavamientos graduales del sistema cuyo efecto es arropado por el dramatismo de un hecho pico; pero no menos decisivos. En medio del juego político, apunta Antonio Camou, “las reglas jurídico-políticas no están plenamente definidas, se encuentran en flujo permanente”, objetos de la pugna por espacios y procedimientos que definen la legitimidad de los medios y actores que concurren a la arena política.
Lidiar con la autocracia electoral pide prepararse para esa dinámica no lineal, el zigzagueo, la alternancia entre avance y retroceso, por un lado. Por otro, consolidar un liderazgo democrático que amén de encarnar una alternativa nítida, consistente y creíble, sea capaz de resolver dilemas estratégicos permanentes. Está visto que aun a las puertas de un eventual diálogo, el gobierno no se inhibirá -como siempre- de cometer abusos que desmoralicen al elector, estimulen el repliegue de partidos funcionales, dividan, exacerben posturas principistas. Que fomenten la idea de que, haga lo que se haga, esa batalla está perdida. Un resquicio de incertidumbre democrática vinculada al azaroso voto, no obstante, persiste como “coco”.
Advierte Schedler: las elecciones que convocan estos regímenes “no son fundacionales sino de transición, ya que no inauguran un nuevo régimen democrático, sino una nueva fase en la lucha por la democracia”. Pueblos históricamente hambrientos de libertades pero armados de esa “migaja”, esa nimia ventaja, quizás no la despreciarían.
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