Publicado en: El Universal
¿Pueden morir los países? La respuesta obvia es no, aunque a juzgar por el tono espeso, la vis de la mortaja que hoy nos precede, podría pensarse que una gruesa parte de los venezolanos, más que vivir, va muriendo en cámara lenta. Y no nos referimos, insisto, sólo a lo obvio: a la desnutrición que desgaja y condena los cuerpos de los niños, o al hambre vieja, aunque nunca domesticada de los adultos; al reguero de desolación que deja el hampa, a la áspera cuchufleta de un sueldo que no asegura el pan o al abismo al que se entrega el enfermo crónico, ánima columpiándose en el filo, anticipándose a la toma de la última pastilla de la que dispone, el salvoconducto que nunca llegó. Desgraciadamente, como escribiría el poeta César Vallejo, el dolor “crece a treinta minutos por segundo/ paso a paso/ y la naturaleza del dolor es el dolor dos veces/ y la condición del martirio, carnívora, voraz/ es el dolor dos veces”… Es mucho el estrago, sí, goteando, acumulándose con la fría obstinación de una tortura, haciéndose uno con la rabia. Pero la peor parte es advertir que junto al cuerpo físico que se resiente o se extingue, el espíritu se va entregando a la peor versión de la existencia: la que transcurre sin impulso vital, sin conatus: la vida que es negación de sí misma, canope sin vísceras, vida sin esperanza.
No es que no haya motivos para el desaliento: la realidad ha sido impía con nosotros en los últimos tiempos, volviendo sal y agua las convicciones que, incluso bajo recios chaparrones, nos mantuvieron enteros. De esa época de certezas en lo político pasamos a chapotear en el limo de la incertidumbre, y las resultas han sido devastadoras: el hombre, lobo del hombre, sale ahora a cazar en medio de una bacanal de odios y mordiscos caóticos al prójimo, pinchado además por quienes se suponen deberían llamar a la sensatez. Frente al tenaz perfeccionamiento del modelo autoritario, la naturalización del control social, ese grotesco afán de los verdaderos depredadores por permanecer en el poder como sea, alguna dirigencia decidió apostar al tajo de la implosión, a la razón cínica que hinca uñas y dientes en la desesperación, en lugar de la unión amplia que se brega firme desde abajo. Olvidan que del virus de la desconfianza inoculado como pathos es difícil luego recuperarse. Así, sin motivación ni guía asertiva, el ímpetu de la movilización ciudadana se va diluyendo en marasmo inútil de autoflagelaciones, para gozo del mandón.
“Este país ya no tiene remedio. Ingenuo quien cree aún en elecciones, en un diálogo que otra vez fracasará”. Tocado por la más aciaga de las miradas, cunde entre nosotros el barrunto de que la dañosa esperanza es “el peor de los males”, como llegó a decir un descarnado, “demasiado humano” Nietzsche, empeñado -no sin razones- en desmitificarla. Cuando reina la tristeza, cuando Thanatos planta bandera en la psique, la vista de cualquier futuro se hace temible, claro. Por contraste, aferrarse real y racionalmente a la pulsión de vida aún en medio del grave presente, aportaría tangibles razones para creer y persistir: “Recuerdo a mi abuela decir que su familia era su victoria contra los Nazis”, cuenta la nieta de una sobreviviente del Holocausto. La brutalidad de Auschwitz o el fantasma de la “solución final” no bastaron para aplastar la sospecha de que si retaba al fatum podría ver el fin de su encierro: “vas a pasar muchas más penurias, pero no te entregues ni te hagas matar”, se repetía la joven Hanka para domeñar el miedo, para cortarle el paso al mal. Es esa spinoziana “potencia” de ser, empujando la constancia de ánimo más allá de las limitaciones.
Entonces, ¿qué invocamos acá al hablar de esperanza? Sin duda, no es lo que alude a esperar pasivamente por algo que surgirá al margen de nuestra carne, nervio y sudores; eso que a la larga desembocaría en la frustrante renuncia al deseo. La esperanza, mejor dibujada por Ernst Bloch, lleva a creer en la transformación real del estado de las cosas, en la materia vista como potencia, no como oferta fraudulenta sino “utopía concreta”: la promesa terrenal e indestructible de vida nueva, de nuevos nacimientos. Es esperar, pero activa e insumisamente: y a partir de ese forcejeo con lo que parece imposibilidad, desarrollar el talento para conjurar el vacío que urde el descreimiento.
Cuando el ataque a nuestros más íntimos refugios se recrudece, es imperioso blindarlos. Los totalitarismos, conscientes de que la vulnerabilidad crece en tiempos tenebrosos, sabían bien que apropiarse del alma ajena mediante el terror o la coacción sería su más redonda conquista: he allí el triunfo de la muerte, la inmanencia del mal. No: renunciar mansamente a las grandes esperanzas es lujo impensable. Hacerlo equivaldría a perdernos a nosotros mismos, perder la confianza de que contra todo trance seremos capaces de transformar lo indigno, lo feo, lo ingrato; hábiles para caer, rearmarnos y de nuevo lidiar, si es necesario, contra los agudos, invalidantes dolores de la espera.