Publicado en: El Nacional
La crisis prolongada y severa de las instituciones, expresión de la tragedia venezolana de los últimos tiempos, toma cuerpo en un sistema de justicia penal, en franca regresión al más descarnado proceso inquisitivo, sin garantías, marginado y sometido al poder de quien recibe instrucciones y las sigue al pie de la letra.
Se encuentra en juego el bien más preciado después de la vida, en un orden democrático: la libertad. Sencillamente, en este pobre ex país, podemos ir a prisión, sin conocer lo que se nos imputa, con actas policiales sin firmas, sin órdenes del juez y sin haber sido sorprendidos en un hecho con características de un delito grave de manifiesta comisión o flagrancia que imponga la privación de libertad como medida excepcional e imprescindible para garantizar la sujeción a un proceso.
Nadie puede ser molestado por sus opiniones, hay libertad de expresión consagrada en la Constitución y solo son delitos los hechos expresamente previstos en la ley. Pero nada de esto vale ante la orden superior que debe ser “obedecida ciegamente o a toda costa”.
El aparato de la “injusticia penal” es de extrema eficacia para un régimen intolerable ante la crítica. Los únicos que pueden expresar su pensamiento, arengar al pueblo y anatematizar a sus enemigos reales o virtuales son los representantes de la línea oficial que no admite disidencia.
Los tipos penales de expresión que sobreviven amenazando la protesta pacífica y legítima erigida en traición a la patria, las declaraciones políticas convertidas en rebelión o las ofensas a los funcionarios –delitos de desacato–, pero no así las ofensas de los funcionarios a los ciudadanos, que se encontrarían justificadas, son parte de la normativa real que efectivamente se aplica al amparo de la revolución.
Por su parte, el proceso penal, instrumento para la aplicación de las disposiciones que consagran delitos y penas, tiene sus caminos verdes por los cuales discurre según instrucciones superiores; se desestiman las denuncias contra los altos funcionarios comprometidos con el gobierno; se inician procesos con declaraciones de “patriotas cooperantes” contra los disidentes; las audiencias se presentan con la incidencia de una “llamada” que orienta y decide; la prisión preventiva es la pena cuando la investigación carece de todo fundamento fáctico y jurídico; y el diferimiento de las audiencias llena el vacío de un verdadero proceso que demanda un juez imparcial y la igualdad entre las partes.
Urge el rescate de la justicia penal; es necesario que las víctimas de homicidios, secuestros y atropellos a sus derechos encuentren respuesta a su clamor por la verdad en un juicio público y una sentencia oportuna; resulta imprescindible que la sociedad vea que, en definitiva, un auténtico árbitro dicte una sentencia acatada por todos y absuelva al acusado o lo condene a una pena que efectivamente se cumpla; y, por supuesto los órganos de administración de la justicia penal –fiscalía, tribunales y prisiones– deben abandonar la encomienda que nunca debieron asumir de ser los protagonistas y ejecutores de una persecución política encubierta bajo la apariencia de legalidad.
Sin duda, es un compromiso impostergable la lucha por una verdadera justicia penal.
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