La importancia de ser venezolano – Soledad Morillo Belloso

Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso

Para este mes (junio de 2020) ya hubiéramos llevado tiempo en una fase de recuperación o, mejor dicho, de renacimiento. La transición llevaría ya muchos meses y el país hubiera tenido más y mejores recursos para enfrentar una crisis de suyo muy compleja, que se vio agravada por el Covid-19. Tendríamos en agenda ya varias elecciones,  tendríamos nuevo CNE e instituciones del Estado relegitimadas. Muchas limitaciones que hoy confrontamos estarían en franco proceso de desestimación. Los organismos multilaterales nos hubieran brindado ayuda y, seguramente, los procesos de revisión y renegociación de deudas nos habrían sacado de la ahogazón. Los dolores y angustias no hubieran desaparecido pero el enfermo estaría aún hospitalizado pero en franca mejoría. Los ánimos por supuesto seguirían caldeados y las rabias color hormiga amazónica, pero para tirios y troyanos la lucha política tendría que ver con pensamiento, propuestas, capacidad para enamorar a los ciudadanos. Es decir, algo que permitiera sentir que los ciudadanos importamos.

En 2019 hubo muchos errores. Varios y variados. Pero, por paradójico que suene, la situación había llegado a tal gravedad, el lío era tan en mayúsculas que la negociación entre el régimen y la oposición legítima llegó a punto de caramelo y por tanto inevitable. Régimen y oposición legítima habían ya entendido y aceptado que ninguno podía destruir al otro, que no quedaba de otra que un tratado de regularización sin el cual el país, a saber el botín, no sería sino un ente destruido y colapsado. Para parafrasear a Teodoro, estábamos tan mal, tan conscientes que estábamos tan mal, que íbamos bien.

Y entonces llegaron ellos.

Llegaron con su guacal de negociados. Con su verborrea pastosa. Con el morral lleno de “peoresnada”. Con carpetas de propuestas disfrazadas de purismo académico. Con su discurso maquillado de pulida intelectualidad. Con maletines de los que sacaban encuestas que solo decían lo que ya todos sabíamos pero que ellos utilizaron para justificar lo injustificable. Se pusieron un nombre rimbobante: Mesa de Acuerdo Nacional. Y firmaron un documento en ese espacio que alguna vez fue la elegante y digna Casa Amarilla. Entraron como manada de cabras. Y, como hacen las cabras, se comieron el pasto de raíz. En horas ya el país los había bautizado como “la mesita”. Y los miraba de arriba a abajo.

Así, de los aciertos y errores pasamos a la fase de los horrores. Lograron su cometido. Arrasaron con la posibilidad de ese indispensable tratado de regularización al que hubiéramos llegado. Pero hicieron más. Atornillaron al régimen. Irritaron más a la comunidad internacional. Desataron un escudo de protección de otros países. Alborotaron y dieron sustento y rienda suelta a los radicales. Hundieron más al país en una crisis social y económica de proporciones apocalípticas  No hicieron una negociación. Aquello fue (y es) un negociado. Son el “quietismo”, aunque yo creo, para más precisión, que son el “cretinismo”.

Ahora quieren hacer ver (todo es una simulación) que están divididos. Que entre ellos hay discrepancias. Pero en lo que más fingen es en presumir de ser opuestos al régimen. Hacen las comparaciones más absurdas, como por ejemplo, intentar medir pelo a pelo la “gestión” de Maduro y de Guaidó. Eso no es peras y manzanas; es medir con la misma vara el desempeño de anacondas y castores.

Uno de los grandes promotores del quietismo habla de transición en 2024. Sí, en 2024. Es bueno que sepa el “doctor” que nos restriega en la cara sus muchos títulos que el asunto es mucho más simple y no requiere elaboraciones intelectualoides: si ocurriere lo que él predice, en 2024  no  habría nada que “transicionar”. No quedaría nada; Venezuela sería un espacio primitivo dónde los habitantes serían nómades, cazadores, pescadores y recolectores. Y en tal escenario, él, “el doctor”, seguramente estaría en el extranjero, en un exilio académico,  afanado en un best seller y ofreciendo charlas cobradas  en dólares o euros. Y muy probablemente entre sus muchas estelares conferencias dictaría una intitulada “Venezuela: El case history de la destrucción”. Yo no estaría ahí para corregirle y apuntarle que Venezuela no fue destruida, fue destrozada. Ni estaría ahí para apuntarle, también, que fue a pesar de gente como él que los venezolanos logramos salvar a nuestro país, ese que él quiso sepultar. Porque sepa usted, “doctor”, que los venezolanos no nos rendimos.

Está claro que en Venezuela ha sido superada la fase de la necesidad de popularidad. Es obvio que el país no solo no quiere a Maduro y su combo sino que además los detesta. Tenderle la cama para que este régimen se quede no es sólo indigno, es una estupidez.

Hacen el anuncio de los estrafalarios precios de la gasolina y del aún más estrafalario sistema de trabajo y activación. Y eso sepulta en las cavernas del silencio el aumento exponencial del Covid-19. Que es un problema que crece y se agrava.

El estado de shock de los venezolanos ante todo lo que ocurre es tal que los hace quedarse como pajarito en rama, como conejo iluminado en medio de la noche, como lagartija boquiabierta en el desierto.

El país se cae a pedazos. Y algunos “academizan”. Desde el Olimpo. La desconexión total con la realidad del pueblo. Y son esos los que pretenden ser los asesores de los políticos. Y hay políticos que los escuchan.

Y entonces volvemos al punto de siempre: el liderazgo. Que tiene mucho de abstracto pero que tiene que poder sentirse, verse, olerse, palparse.

Cuando los franceses piensan en Petain, incluso las nuevas generaciones sienten náusea. Es una mancha asquerosa y turbia en su historia. Me permito recordar a los doctos del quietismo que Petain, luego de haber sido héroe de la Primera Guerra Mundial cometió el horror de colaboracionismo con los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Al terminar la guerra fue juzgado, degradado y condenado a pena de muerte, sentencia que fue conmutada por cadena perpetua. No existe francés que no entorne los ojos y resople en señal de desagrado cuando se menciona su nombre.

Es tiempo de entender que no importa en lo más mínimo la conceptualización de qué clase de régimen tiene Venezuela hoy. Da exactamente lo mismo si es “autoritarismo”, “autocracia”, “dictadura”, “tiranía”, “mandonerismo” o el sustantivo que quieran ponerle. No se trata de qué título ponerle a este coso. Esa discutiera es irrelevante e inútil. La realidad es una: el pueblo ha sido esclavizado. Sufre penurias indecibles. Y como pueblo esclavizado tiene el derecho y el deber de rebelarse. Y eso no es extremismo. Es entender con sensata valentía la importancia de ser venezolano.

 

 

 

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