Publicado en: El Universal
Corren tiempos interesantes. Tiempos en los que la sociedad civil asume papel clave ante lo que deberá rearmarse -razón práctica mediante- tras el 21N. Con todo y sacudidas, las elecciones inaugurarían un chance de cerrar un largo ciclo de malas decisiones de la dirigencia, y otorgar al ciudadano el lugar que le atañe en el proceso de cambio político. Todo indica, pues, que continuará el vaivén, que los dogmas y posiciones mineralizadas seguirán siendo desafiados por enfoques más pragmáticos. El reto entonces es tomar el control del caballo salvaje para reconducirlo hacia el predio que nunca debió descuidarse.
Históricamente, el de la sociedad civil venezolana parece despuntar como un bello proyecto, siempre proclive a ser completado. Un proyecto que se asoma con verdes bríos en el s.XX, tras la muerte de Gómez (cuando el candil ilumina a ese venezolano que, según Manuel Caballero, decide bajar del caballo, tomar la calle, ser hombre y mujer “de a pie”); emprende vuelo en alas del octubrismo, y adquiere perfil más preciso con la irrupción de la democracia.
Gracias al afán de partidos comprometidos con prácticas y credos del régimen de libertades que operó a partir del 58, la idea de la democracia prosperó dentro de organizaciones que admitían una nueva forma de interlocución frente al Estado; y con el Ejecutivo, básicamente. Una interlocución que debía atender, además, a intereses públicos, sociales, generales, colectivos y difusos. “No es exagerado afirmar que en el caso venezolano, la sociedad civil fue, inicialmente, una creatura de los partidos políticos”, dice Roberto Casanova. La diligencia de esa perspectiva de integración y acompasamiento político de una comunidad, dejó acá impronta distintiva (aunque, en cierto punto, no menos riesgosa. Sindicatos, colegios, gremios, la vida asociativa en general fue penetrada por partidos que vivieron y contagiaron también sus propias crisis).
Aun así, la noción del ciudadano virtuoso, que mira a la comunidad, como lo concibe Aristóteles; que se reconoce no sólo en la exigencia de derechos -opinar y asociarse libremente, entre ellos- sino en la observancia de deberes, gana fibra durante esa desigual etapa. La llamada “Revolución del voto” en 1946, por cierto, ofreció buen sostén a esa noción, introdujo un cambio sustancial en las reglas del juego. La votación universal que permitió a venezolanos mayores de 18 años elegir de forma directa a sus representantes, puso literalmente en manos de la gente común la agencia de su propio destino. Una consciencia distinta tenía que surgir de todo esto, a pesar de los azarosos reflujos. Votar así inauguraba otra forma de existir como sujetos políticos, en fin. Contra aquellas premisas heteronómicas propias del “Cesarismo democrático”, esa sociedad subestimada demostró estar lista para estrujar la ocasión, hacer uso de su potestad para manifestar apoyos o rechazos y cumplir con su obligación política.
Antes y durante los primeros años de la democracia hubo conducción relevante, eso sí. Asistiendo, dando fuelle a ese frágil ciclo de ajuste, amamantando a esa criatura que se sabía indispensable para consolidar la mudanza política, el liderazgo procuró no dejar espacios vacíos. Eso hizo una diferencia. Habilitó mecanismos que articularan eficazmente el polo colectivo (espacio del ciudadano común y sus relaciones de convivencia), el polo asociativo (el de las relaciones de afiliación voluntaria, con fines específicos) y el polo Estatal (allí donde se legitiman acciones colectivas y de asociación). A ordenar las relaciones entre los intereses plurales de esa sociedad y el Estado, se apuntó con relativo éxito. Eso hasta que nuestra imperfecta democracia terminó engullida por sus perfectos enemigos íntimos.
Todo aquel periplo sirve para detectar algunas cosas. La primera, que hoy no existe liderazgo capaz de representar e integrar visiones en torno a un proyecto colectivo. Mientras sea así, el fortalecimiento de esa sociedad civil difícilmente figurará como prioridad para partidos que lidian con sus gravísimas anemias. Pero lo que puede sonar a orfandad ya no supone el fin del bello proyecto, al contrario. Paso a paso, con limitaciones pero no sin aciertos, trajinando con la rotura del tejido social pero activada ante la falta de respuestas de las instituciones públicas, buena parte de la sociedad civil se abre paso. Cuidándose de no revivir las taras de la antipolítica y enfocadas en la necesidad de conquistar espacios de autonomía, a muchas de sus organizaciones les ha tocado avizorar oportunidades y allanar caminos para que, eventualmente, la política ocupe el lugar que le corresponde.
Cabe recordar que en países como la España post-Franco o la Alemania de la RDA, sociedades civiles en botón jugaron rol crucial en los procesos de democratización. En vez del maximalismo, se optó por la vía del reformismo, la gradualidad. He allí una clave. Incorporarla al plan, como ya lo hacen sectores sociales en Venezuela, es necesidad que quizás se hará más patente tras el cruce del Rubicón, este 21N.