Por: Jean Maninat
En su Biografía del Caribe, Germán Arciniegas relata de manera rigurosamente amena las vicisitudes históricas que fueron dando forma a ese condumio de influencias que fue el Caribe en su formación. Las islas antillanas pasaban de mano en mano entre las grandes potencias europeas que habían hecho del mar el lago trasero de sus ambiciones coloniales.
Españoles, ingleses, franceses y holandeses se dividían a cañonazo limpio las islas y sus aguas, tan solo mortificados por los bucaneros y piratas que contrataban a su servicio. Hasta los idílicos daneses y los broncos escoceses se dejaron embrujar por la aventura caribeña. El Caribe, según Arciniegas, se convierte en la gallera universal.
El maleficio del palenque continuó haciendo de las suyas y apenas en los años 60 del siglo pasado, en lo más caliente de la guerra fría, se volvió a escuchar el pregón de los galleros: ¡Silenciooo señores, silencio, llamen a corredores y entren a la partida… veeengan los gallos, veeengan los gallos, señores!
Una vez más, una isla de las Antillas sería motivo de una confrontación entre dos grandes potencias -ya no marítimas, pero sí nucleares- en un juego de brinkmanship que mantuvo en vilo a buena parte del planeta: la Crisis de los misiles. El desenlace es harto conocido: la Unión Soviética y los Estados Unidos de América pactaron el desmantelamiento de las bases de misiles soviéticos en Cuba a cambio de no invadirla, y el retiro de los misiles nucleares americanos de Turquía. ¡Uff!
Cuando creíamos que estaríamos a salvo del maleficio, a lo sumo expuestos a unos berrinches de rigor aquí y allá, la inusitada, compleja y dramática situación de Venezuela ha convidado de nuevo a jugadores y apostadores geopolíticos a las aguas caribeñas.
Luego de agradecer la debida atención recibida por las potencias que afanan su preeminencia planetaria, uno se puede lanzar a preguntar con la boca repleta de flores: ¿Por qué no se presiona un compromiso en el Consejo de Seguridad para asegurar la entrada conjunta de ayuda humanitaria al país, como preámbulo de un acuerdo para ponerle fin a la crisis política mediante elecciones transparentes, con participación y supervisión de todos? Y todos, son todos. Basta con tomarle la palabra a cada uno, en sus reiterados exhortos por una salida pacífica y negociada, y exigirles un acuerdo conjunto con sus propias recomendaciones.
Quien tendría que presionarlo es la oposición democrática venezolana, con la ayuda inestimable de la ONU, la OEA, el Grupo de Lima, el Grupo de Contacto propiciado por la Unión Europea, y la iniciativa del Reino de Noruega. En los avatares de la “política internacional” no es buen consejo entregarse a ser conducido por otros -de aquí, para allá- y terminar revolcado entre las patas de caballos que corren su propia carrera.
Contra viento y marea, Charles de Gaulle prevaleció, porque desde un micrófono prestado por los aliados en Inglaterra, logró convencer a sus conciudadanos de su visión de una Francia liberada, democrática y fuerte. En su mensaje estaba el germen de lo que sería posteriormente la Quinta República Francesa.
Otro tanto hicieron los líderes demócratas que forjaron la democracia venezolana en su momento, no se dejaron imponer por otros salidas ni entradas; guste o no, o su memoria haya sido convenientemente aparcada para no concitar mejores recuerdos que los actuales.
Las infatuaciones con supuestas invasiones externas, intervenciones quirúrgicas hollywoodenses (hasta allí salen mal) solo contribuyen a distraer la atención de lo que realmente es definitorio: ganarse la confianza de una mayoría agobiada hasta no decir más por la deplorable gestión de la nomenclatura gobernante, pero indiferente ante la jaula de grillos de la oposición.
Es tan pueril confundir los software de juegos guerreros con la realidad, como creer -después de los 35 años- que el Niño Jesús nos traerá presentes en diciembre. (Esperamos no haber incurrido en un spoiler).
Las peleas virtuales de gallos, son para los gallos.
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