Varios nombres cobraron protagonismo: Pablo Escobar, Felipe VI, Pablo Iglesias, Gustavo Petro. La espada de Bolívar ganó la batalla interna para estar presente en el acto de toma de posesión del nuevo presidente de Colombia. Una venerable reliquia que hoy “exhibe en toda su magnitud los profundos daños que pueden crear las interpretaciones anacrónicas de la Historia y las necedades a las que pueden conducir”.
Publicado en: La Gran Aldea
Por: Elías Pino Iturrieta
La disputa por la posesión o por el control de la espada de Bolívar, sucedida el pasado domingo en Bogotá, nos pone ante la insensatez de una interpretación de la actualidad partiendo de prejuicios sobre el pasado que no debe pasar inadvertida. Como sucedió en la toma de posesión del presidente Gustavo Petro, un acontecimiento que acaparó la atención de millones de personas en Colombia y en otras latitudes, exhibe en toda su magnitud los profundos daños que pueden crear las interpretaciones anacrónicas de la Historia y las necedades a las que pueden conducir.
El presidente entrante quería que el objeto lo acompañara en la ceremonia de su ascenso, pero el mandatario saliente se empeñó en no complacerlo. Las solicitudes cada vez más insistentes del protagonista estelar chocaron contra el muro de quien no quería despegarse de una preciosa o milagrosa pieza de acero en la hora de su despedida, mientras la prensa tenía material de sobra para la inflamación de sus destinatarios. Millones de ellos se dividieron entre los que se resistían a ver la espada en plaza pública y los que se empeñaban en su multitudinaria procesión. La pugna en torno a un testimonio de un ayer sin duda yerto y físicamente enterrado nos pone ante el espectáculo de un manicomio de grandes proporciones que, pese a su gigantesca estatura, pareció la institución más serena y cuerda de la sociedad.
A los involucrados, desde los miembros de las cúpulas hasta los hijos del pueblo llano, no les pareció que protagonizaban un dislate, o que se despegaban de la realidad circundante para divagar en un limbo. Pese a que actuaban en nuestros días como si fueran criaturas de 1819, de 1827 o 1830, nadie los notó incómodos en la incoherencia de la situación. Nadie percibió la existencia de una casa de locos, sino la recurrencia de una situación habitual. Pero el suceso adquiere proporciones susceptibles de provocar mayor asombro por la significación que se le dio a la presencia o a la ausencia del disputado estoque en una ceremonia de interés republicano. Era una ofensa y un riesgo, o una bendición y una promesa, según la sensibilidad a flor de piel de los elementos enfrentados. En el regocijo o en las caras largas de millones de circunstantes se resumía la extravagante situación que la mayoría percibió como lo más normal de su actualidad.
“En una ocasión el traficante Pablo Escobar se quiso amparar en su metal y la compró a unos guerrilleros del M-19, que la habían robado en una aventura que dejó en vela a la sociedad durante décadas”
La espada de Bolívar fue apreciada entonces en dos sentidos diametralmente opuestos: como protectora del orden conservador, o como pilar de las necesidades de un pueblo vejado por los poderosos; como evidencia de la indeseable petrificación de la sociedad, o como motor de justicia social. Salta a la vista que no es ni lo uno ni lo otro, debido a que el hombre que la blandió actuó de acuerdo con las necesidades de su época y dentro de los confines de su procedencia social, pero los políticos del futuro, muchos letrados entusiastas y millones de tontos de capirote se empeñaron en hacer de ese hombre lo que no podía ser cuando encabezó una epopeya de objetivos precisos y necesariamente singulares. En consecuencia, no estamos ahora ante el entendimiento lógico de los procederes de un hijo de su tiempo, sino ante lo que el futuro quiso que fuera pese a que no podía colaborar en una metamorfosis tan estrambótica.
El problema radica en que los disputantes consideran que exhiben un patriotismo ajustado a los requerimientos de su actualidad, y que son capaces de jugarse la vida en la custodia de una venerable reliquia en cuya adoración son bienvenidos unos aventureros como los que se mientan a continuación. En una ocasión el traficante Pablo Escobar se quiso amparar en su metal y la compró a unos guerrilleros del M-19, que la habían robado en una aventura que dejó en vela a la sociedad durante décadas. ¿Para qué? Para guardarla en su finca como talismán, o para que fuera la inspiración de su hijo mientras jugaba con ella convertido en precoz floretista de los bajos fondos. Hace tres o cuatro días, como consecuencia de una supuesta indiferencia de Felipe VI ante el desfile de la sacra herramienta en la toma de posesión del presidente Petro, el político español Pablo Iglesias rasgó sus vestiduras en Twitter y llegó al extremo de afirmar que, orientado seguramente por la influencia del beatífico acero, Bolívar no le había hecho la guerra a los españoles. Una interpretación así de peregrina puede cerrar, de momento, la compasa de trotamundos debido a cuya compañía la extravagancia llegó hasta la obesidad.
Solo de momento, desde luego, porque los hechos descritos son una nimiedad si se comparan con los que ha fomentado la liturgia nacional en la cuna del héroe. Los detalles descritos palidecen ante las demasías del culto bolivariano que lleva casi dos siglos de imperio en Venezuela gracias a la tenacidad de unos arciprestes criados en las alturas del poder o en las logias políticas de moda o en el regazo de los cuarteles, con sucesivas y masivas presencias de catecúmenos y con la oportuna extirpación de la herejía. Se ha logrado así la creación de un monoteísmo sin par en el Continente, que se puede sentir amenazado por la basílica que puede estrenar Colombia después de la ceremonia de la única tizona campeadora. Una competencia para los oficiantes venezolanos, o tal vez una prometedora sucursal, pero un desastre para el vecindario que hasta ahora ha tenido la bendición de rezar ante un altar bicéfalo.