Publicado en: El Universal
En habitación reducida, las horas transcurren a duras penas gracias al sofoco del verano neoyorkino. Allí, tras la presentación de alegatos por parte de los abogados, doce hombres deben decidir unánimemente si el joven de 18 años y presunto asesino merece exoneración o castigo. El desencajado semblante del acusado, sus ojos muy abiertos anticipan la encerrona. Tal vez vislumbra que la pena de muerte es sino del cual no podrá librarse.
El film de Sidney Lumet basado en la obra de Reginald Rose, “Doce hombre en pugna” (“12 Angry Men”, 1957) nos embute en los agobios del recinto donde un jurado discute lo que de entrada parece no tener discusión: que este muchacho maltratado, resentido y con antecedentes penales cometió el crimen, que acuchilló a su padre a sangre fría, que huyó del lugar esperando no ser capturado. Todo lleva a presumir, en efecto, que es culpable.
Al aguijón hincado por el juicio se suman los cuerazos del clima: la mayoría apura el veredicto, uno incluso hace planes para ir al juego de béisbol, casi todos esperan huir ya de ese apretado infierno desprovisto de ventiladores. Eso, hasta que la ronda de votación revela que el jurado número 8 -individuo cuya reserva contrasta con el hervidero del entorno- tiene una duda razonable. Aun cuando no descarta que el acusado sea el homicida, les dice, no puede pronunciarse a favor del fallo de “culpable”. Su disidencia marca así el inicio de una intensa, furiosa puja en pos de la verdad.
La alegoría de la deliberación democrática encuentra en esta historia giros memorables. La rigurosa defensa de puntos de vista, la duda como premisa y condicionante de la eventual elección y el consenso, la ardua tarea de disentir y convencer al oponente con argumentos, el trance de lidiar con la diferencia, el tenaz deseo enfrentado a la no menos persistente razón; y la angustia, el desbordamiento emocional al que este forcejeo puede llevar, el choque con el prejuicio y sus esguinces, la vanidad de los pequeños tiranos, la frivolidad de los mezquinos, la fosilizada creencia que impide analizar lo factual con serenidad y mirada amplia: todo ello es fotografiado generosamente en el tránsito.
Así, la deliberación como “punto de partida de las acciones mismas” y precursora de la voluntad, según anuncia Hannah Arendt, encuentra en el logos, la palabra razonada, su arma por excelencia. A sabiendas de que su discordante postura desafiará a la de una mayoría ganada por la verdad aparente, el jurado número 8 (interpretado por un impecable Henry Fonda) buscará influir en la toma de decisiones a través del análisis de los hechos, de la exhaustiva disección de testimonios y hallazgos. Poco a poco y gracias a esa serena persuasión, la inflexibilidad de los involucrados va cediendo. A merced del llamado a hablar-pensar juntos, la duda -germen de la tolerancia y por tanto, némesis del prejuicio- se encaja también con éxito en un proceso de autoexploración que permite a cada individuo identificar facetas de la realidad que antes no había advertido. (El hombre, decía Turgot, cuando comienza a buscar la verdad entra en un laberinto con los ojos vendados: gracias a la proliferación de ideas y los múltiples tanteos ese conocimiento le es dado).
He allí la virtud de una dinámica que remite a los efectos que las decisiones políticas tienen en el colectivo. La responsabilidad de un inconforme con causa, de un “escéptico” en el mejor sentido del término -aquel que le concede Raymond Aron cuando invita a dudar “de las utopías, a rechazar a los profetas de la salvación, a los heraldos de las catástrofes” para extinguir el fanatismo- lo lleva a pedir examen de lo visto: después de todo, la vida de un ser humano dependía de ello. Contra la opinión aparentemente inamovible, el liderazgo irrumpe para proponer nuevos enfoques y retar la cómoda obediencia, más cuando la evidencia es insuficiente, más cuando no da respuesta a preguntas cruciales.
En atención a esa identidad que lo contiene y define, el demócrata no tiene más opción que abrazar la deliberación, que dar cabida a la duda razonable. Un contexto autoritario como el de Venezuela, por cierto, no debería malograr ese ideal regulativo, ese ethos que invita a lograr la cohesión de la polis a partir del fundado convencimiento: lo contrario. Es preciso que la lógica de los autócratas, su pretensión de aniquilar la voz incómoda, de imponer blackouts a la diversidad y criterios únicos al pensamiento sea contrastada en todo momento. A despecho de tales designios, la cultura de la civilidad dependerá de mantenernos apegados a ciertos modos, valores y conductas, a ciertas pautas normativas orientadas por la facultad de la elección pensada.
Que la disidencia reflexiva cunda, entonces, si aspiramos a verdaderas transformaciones. Incorporar matices a una verdad en construcción será más provechoso que pedir fe, más efectivo que recetar silencios, más coherente que impedir que la marcha sea revisada cada vez que el buen juicio lo estime necesario.
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