¿Realmente las penurias populares son o deben ser la razón que conduzca a tratos de acercamiento, y a pensar en desenlaces políticos? Es evidente que se hace necesario un trato con el régimen, porque ningún elemento de la realidad permite pensar en la posibilidad de una salida indulgente para la sociedad.
Publicado en: La Gran Aldea
Por: Elías Pino Iturrieta
El comentario de los acuerdos políticos a los que se pueda llegar en Venezuela, debe considerar la situación de dolorosa mengua que padece la población. Los testimonios de las estrecheces de la ciudadanía, capaces de conmover al más frío de los espectadores, son el comienzo del camino que puede terminar en concertaciones entre la oposición y los representantes de la usurpación. Pero, ¿realmente las penurias populares son o deben ser la razón que conduzca a tratos de acercamiento, y a pensar en desenlaces políticos?
La pregunta es hija de la duda de pensar en si de veras le interesan y preocupan esas penurias a los representantes de la dictadura. Si juzgamos por su indiferencia ante asuntos primordiales como la dotación de alimentos en lo que va del año, o como la atención de los hospitales durante la pandemia, nadie puede asegurar que se desvelen por el socorro de las necesidades elementales de los gobernados. La dictadura no solo ha provocado una cadena de problemas hasta escala escandalosa, sino que, además, no se ha ocupado de hacerlos desaparecer, de aliviarlos un poco. No es exagerado hablar de pasividad absoluta ante el crucial problema, si no se quiere tratar el tema de la indiferencia y la indolencia. De allí la posibilidad de pensar en cómo parece fantasioso que se mire hacia las necesidades populares como motivo para que la dictadura se conmueva y mire con ojos caritativos a los hambrientos y a los enfermos que ha creado y multiplicado; para que se siente a dialogar, de lo más compungida y arrepentida, con sus adversarios de la oposición.
Los voceros del usurpador no van a convenir arreglos partiendo de la tristeza que les produce el calvario de los venezolanos, sino de sentir cómo las cosas se han pasado de la raya hasta el extremo de que solo puedan controlarlas a través de la fuerza bruta. No han vacilado en sacar a la Guardia para reprimir en lugares precisos unas protestas todavía reducidas en número, la persecución de los políticos que consideran peligrosos no ha cesado, la asfixia de la libertad de expresión no ha sufrido estorbos, pero de allí a arremeter contra multitudes enfurecidas que se mueren de hambre o que no reciben ni un mínimo gesto de la solidaridad oficial ante el Covid-19, hay mucho trecho. No se trata de que el usurpador y sus secuaces hayan llegado a un estado evidente de debilidad que los obligue a la condescendencia, tal vez sean más fuertes que sus rivales de la esquina democrática, sino de que consideren la necesidad de acercamientos antes de que suceda el baño de sangre que puede sobrevenir y del cual serán responsables exclusivos.
En los últimos años el pueblo venezolano no se ha caracterizado por su ánimo levantisco, sino por una mansedumbre proverbial. De allí que pensar en las manifestaciones desbocadas que puedan surgir en breve pueda parecer exagerado. Sin embargo, la sociedad ha llegado al filo de las alternativas de sobrevivencia sin que se asome una mínima señal de cambio. La gente siente que lo que queda es la muerte masiva por inanición, la cercanía del último capítulo, la ruta sin desvío hacia la fosa común. Son circunstancias sobre las cuales resulta aventurado un pronóstico de violencia, pero el malestar panorámico y creciente tiene a esa violencia en impaciente espera. No se trata ahora de que la dictadura haya entrado en razón después de dos décadas de descuido de deberes elementales, ni de que su corazón ya no sea un pedernal sino cálido almohadón de plumas, se trata de hacer cálculos objetivos desde Palacio para evitar una matanza que no podrá pasar inadvertida.
En el depósito de su debilidad la oposición cuenta con el respaldo de valores a los que se consideran como esenciales para una convivencia respetuosa desde el siglo XVIII, principios sin los cuales no se puede concebir la vida desde cuando desaparecieron los absolutismos y se fundó el republicanismo moderno. Justo lo que no tiene la usurpación, precisamente el vacío que ha llevado a la dictadura por los senderos de la arbitrariedad, la barbarie y la frialdad ante los padecimientos de los venezolanos. Pero precisamente los postulados que, a la vez, pueden permitir que no exageren en la exhibición de su brutalidad o en sus testimonios de abandono de la solidaridad social, que los lleven a congeniar con los de la otra orilla para evitar que su monstruosidad no pueda ser tapada ni siquiera por la media docena de dictaduras que los siguen acompañando. Es evidente que se hace necesario un trato con el régimen, porque ningún elemento de la realidad permite pensar en la posibilidad de una salida indulgente para la sociedad, pero solo partiendo de cómo el usurpador y sus secuaces no tienen más remedio que disfrazarse de civilizados.
Pero, por desdicha, solamente hasta cuando no parezcan los chavistas demasiado metidos en el rol de impostores, ni los opositores excesivamente crédulos. Es muy delicada la balanza que mide esos procesos.
Lea también: “La arremetida después de los gedeonitas“, de Elías Pino Iturrieta