Por: Asdrúbal Aguiar
A la aceleración de un mundo que hace aguas con la deriva digital y se mueve, desde hace 30 años, con la fuerza del río caudaloso o un mar embravecido cuyas olas cambian de forma a cada instante engulléndose lo que encuentran a su paso – a los llamados internautas o ciudadanos digitales – le sigue ahora un frenazo, una parálisis que espanta.
Entre tanto las gentes de oriente y de occidente se repliegan. A sus vueltas hacia los lugares de diario reposo, que no pocos saludan como suerte de bono vacacional, el paso de los días se les hace tedio, es agonía y miedo sin rostro; pues la pandemia del coronavirus está lejos de ser un espectro que pueda visualizarse o captarlo el sentido humano antes de que posea a sus víctimas.
El instrumental del que dispone la ciencia en los países más avanzados – incluido el de las comunicaciones que multiplican las angustias dosificadas en circunstancias parecidas durante los pasados siglos – se constata insuficiente. Medra el conjunto afectado y no sus partes enfermas, porque todo el conjunto sufre, incluso sicológicamente.
Todo pasará, obviamente. Llegará el momento de la recuperación luego del luto para las mayorías. Pero seremos deudores de los caídos injustamente, sea por omisión o negligencia.
Las enseñanzas están a la vista, como la que indica que los científicos y su empirismo mal pueden operar como razón instrumental separados de la conciencia moral, así puedan deslindarse ambos conceptos – lo hace Immanuel Kant con su Crítica de la razón pura – y entendiéndose a la última como respuesta a las leyes que nos revelan la razón de humanidad. En concreto se trata de que la dignidad de la persona humana sea sagrada ahora y en lo adelante con independencia de los oportunismos del poder y los desafíos del mundo científico, o de la globalización de las redes. Volver a las enseñanzas milenarias es lo pertinente.
A buen seguro que en cada sitio a lo largo del planeta y acaso a ratos o por instantes difícil sea obviar la búsqueda de explicaciones sobre lo que vivimos y nos muestra la experiencia en esta hora nona. En lo personal me recreo con las Sagradas Escrituras sin ánimos de escapismo, y en verdad son iluminadoras. No es lo cabalístico, como el que sea el 2020 o el 20 más 20 que suman cuarenta lo que marque a la cuarentena, a saber, a los 40 días de diluvio que se suceden una vez como Noé cierra las puertas de su Arca con sus gentes recogidas. Hoy se repite la circunstancia, transcurridos casi cuatro milenios.
Lo cierto es que un primer dato sí llama poderosamente mi atención en el Génesis. Dios manda su “coronavirus” diluviano cuando advierte que “había gigantes sobre la tierra, y también los hubo después, cuando los hijos de Dios se unieron a las hijas de los hombres y tuvieron hijos de ellas. Estos fueron los héroes de la antigüedad” que se muestran como dioses, más allá de Dios, revolucionados contra Dios, y con lo cual “la maldad del hombre en la tierra era grande”.
Antes del coronavirus del siglo XXI la Humanidad asume el dogma de la muerte de Dios como en Así habló Zaratustra y de suyo acepta la falta de discernimiento entre la maldad y la bondad. Estas se hacen relativas como relativas se anuncian, en efecto, las realidades de la virtualidad o del paso – le copio el giro a Zigmunt Bauman – desde la modernidad de sólidos a la líquida e informe, sin códigos, sin cánones, que no sean los de la instantaneidad de la experiencia y al costo que sea.
¿No es eso lo que cabe predicar de los millenial nuestros, los venezolanos conocidos como “bolichicos”, quienes han dejado a sus compatriotas sin agua ni electricidad para contener a la pandemia global?
En buena hora la historia topa con hombres responsables. “Eres el único justo que he encontrado en esta generación” le dice Dios a Noé, que toma a su cargo y resguarda en su lar o mítica Arca “siete parejas de cada especie” para salvarlas antes de que el resto de los vivientes perezcan, “desde el hombre hasta los animales”.
Los Noé de actualidad son muchos en esta Tierra conmovida. Las especies naturales paradójicamente renacen y abandonan sus nidos. Nos acogen aquellos y cuidan de los suyos, los ponen en cuarentena. Les ofrecen sus diligentes cuidados para salvarlos. Sin embargo, restan los otros, quienes antes que cuidar de los suyos los explotan para sus despropósitos. Les distraen para que no suban a sus Arcas sin advertirles que el diluvio que se nos viene encima y durará más de cuarenta días y cuarenta noches. No dejo de pensar en las víctimas que son mantenidas bajo secuestro político en Venezuela, Cuba, Nicaragua, ¡e incluso México!
Pasado el diluvio Noé suelta primero a un cuervo, ¿signo del mal que siempre acecha?, seguidamente a una paloma que regresa en su pico con una rama verde olivo. Es llegada, así, la hora del “orden nuevo del mundo”. Queda inscrita, desde entonces, una alianza perpetua. Dios deja bajo disposición del género humano “todo cuanto se mueve sobre la tierra”: léase su liquidez, sus movimientos, sus discernimientos, sus diferencias, sus relatividades. Le ata a un absoluto y universal: “Lo único que no deben comer es la carne con su alma, es decir, con su sangre”.
Todo el que viole ese pacto, óigase bien y óiganlo los responsables de contener al coronavirus en países secuestrados, deberá responder “de la sangre del hombre, hermano suyo”, el día después.
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