Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
La época exige vida, exige Espíritu. Pero cuando
el Espíritu retorna a la conciencia de sí, volviendo a ella como
un Yo vacío, la fase siguiente es la de proclamar la fe, el amor,
la esperanza, la religión, sin ningún interés filosófico, o sea, sin contenido,
sólo para el público en general”.
G. W. F. Hegel
La frase se le atribuye a José Tadeo Monagas, cabeza pensante y actuante del llamado “monagato”, ese sombrío, lúgubre y beligerante período de la historia venezolana que va desde el ascenso al poder del caudillo, en 1847, hasta su muerte, en 1868. Solo por el hecho de haber intervenido y estrangulado financieramente a la universidad –cabe decir, a la autoconciencia y el sistema del saber del país– ya merece la condena de la historia. No obstante, y a pesar de todo, cabe reconocer que su régimen militarista y nepótico –encubierto bajo las banderas ideológicas de un “liberalismo” sui generis– fue el de un auténtico niño de pecho, si se equipara con lo que a la pobre Venezuela de hoy le ha tocado padecer durante los últimos veinte años. Por lo menos, nadie podrá poner en duda sus capacidades militares, políticas y administrativas.
Militarmente, José Tadeo Monagas estaba al pari del promedio de sus aguerridos compañeros de armas -con la excepción del genial Mariscal Sucre-, por lo cual se hallaba muy por encima de los que hoy mantienen secuestrado a lo que va quedando de país. Es decir, frente a un militar de su trayectoria y valor, tipos como Chávez, Cabello o Padrino representan una auténtica vergüenza. Políticamente, el caudillo mostró siempre tal habilidad y argucia que hasta el propio general Páez –llanero zamarro– recibió una inesperada y muy dolorosa lección de vida. Administrativamente, no solo logró ordenar el Estado y abolir el modelo pro-colonial propiciado por los conservadores, sino, además, aumentar la productividad agro-industrial y el comercio. Defendió, con relativo éxito, el territorio nacional –excepción hecha de la Guayana Esequiba– y supo negociar las deudas contraídas con las potencias extranjeras que habían financiado las campañas militares venezolanas. Y es por eso que, muy a pesar de sus desmesuras, ambiciones y tropelías, por su mente nunca llegó a pasar la idea de entregarle el territorio venezolano a ninguna otra nación, ni a los chinos, ni a los rusos, ni a los iraníes, ni a los cubanos, ni, mucho menos, a la narcomilicia colombiana. Una prueba más de que una cosa es ser político y otra, muy distinta, ser un gánster.
Una carta constitucional es un texto jurídico-político que define los principios o fundamentos –legítimos y legales, reales y racionales– en virtud de los cuales se rigen las determinaciones (das bestimmungen) del Estado. Formalmente, se define como la ley de las leyes, por medio de la cual se gobierna sobre todos los órganos y procedimientos que conforman el Estado. Materialmente, contiene el conjunto de reglas que se adecúan al ejercicio del poder. Su letra sintetiza el Espíritu de un pueblo, su modo de ser, de pensar, de hacer y de decir. Es el compendio del Ethos y, por esa misma razón, de la Bildung de un determinado ser social.
Cuando una sociedad va perdiendo progresivamente el sentido y significado de sí misma, cuando las razones por los cuales, en un momento de su devenir histórico –razones a partir de las cuales decidió emprender una lucha por la hegemonía, que terminó en la construcción de un nuevo Estado bajo un nuevo orden jurídico, político y cultural– comienza a enmohecerse, a hacerse pastosa, lerda y pesada, hasta perder el recuerdo de sí misma; en fin, cuando la conciencia social dialécticamente transmuta en instinto de levedad, entonces, la vulgaridad, la simpleza, el desliz, lo grotesco e insustancial, se imponen como modos de vida hasta apoderarse de todo y de todos. La existencia se transforma en un inmenso, infinito, Sábado sensacional, es decir, se transforma en las superficies de una nada indeterminada. La educación deriva en “docencia”. La salud en “emergencias”. La seguridad en “sucesos”. Y los significados se vuelven incompatibles con sus significantes. Es el momento del “bochinche”, o en otros términos, de la crisis orgánica del ser social. En ese preciso instante, la Constitución comienza a servir para todo, porque –via negationis– una Constitución que sirve para todo no sirve para nada. Y era eso a lo que, en el fondo, se refería Monagas.
La “Cátedra Libre de la Mujer”, dirigida por Nora Castañeda durante el rectorado de Trino Alcides Díaz, fue la primera manifestación explícita de la neo-lengua que, pocos años después, terminaría por imponerse como forma y fondo oficial del texto constitucional. Que Trino Alcides Díaz se convirtiera –por obra y gracia de la irresponsabilidad compartida– en el rector de la UCV ya dice mucho. Más que cualquiera de sus insufribles discursos acerca de la “universidag”, una “conferencia magistral” de Nora Castañeda en el Hall de la Biblioteca Central, daba la pauta definitiva: “Aquí, en esta espacia y este espacio, nosotras y nosotros, detrás del vitral de Calder,”. Se trataba, apenas, del inicio de la insustancialidad, que, poco después, propiciarían los hermanos Escarrá, Adina Bastidas, Danilo Anderson, Elías Eljuri, Jorge Rodríguez, Elías Jaua, Tarek William Saab, Tibisay Lucena y el resto de “dirigentes y dirigentas” de la FCU, quienes en las tardes de los jueves se trastocaban en “encapuchados y encapuchadas”. El escenario estaba listo. La labor del viejo Miquilena –taimado gánster de gansters– se lo consistió en poner los puntos sobre la “ies”. El Sábado Sensacional constitucional estaba servido y “listo para comer”.
Que la llamada “oposición democrática” –la misma que gustosamente aceptara ser autodefinida por un farsante como “escuálida”, a pesar de conformar la abrumadora mayoría– insista en hacer suyo y romper lanzas por un adefesio, dice mucho acerca de sus constantes fracasos. El lenguaje de la rimbombante y estrambótica Constitución “bolivariana” -en realidad, irresponsable, demagógico, populista y pedigüeño- es la más transparente confirmación de la pobreza de Espíritu a la que, a cuenta gotas, fue llevado el ser social venezolano. De su lerdo y rebuscado lenguaje a la inminente menesterosidad material que hoy sufre Venezuela sólo hay un paso. Su Letra devino Espíritu de la pobreza. Y, sin advertirlo, la lumpen-mediocridad se hizo paupérrima realidad concreta, efectiva. Ninguna circunstancia es imperecedera. Casi siempre, el socrático “conócete a tí mismo” impone la necesidad de revisarse a fondo para poder enmendarse. Por cierto, el vitral que ilumina majestuosamente el salón principal de la Biblioteca Central de la UCV, es obra del gran artista plástico francés Fernand Léger, no del excepcional escultor norteamericano Alexander Calder.
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