Publicado en: El Universal
Ver un salón repleto de venezolanos pidiendo al unísono “¡intervención, intervención!” durante un encuentro con Guaidó en Miami, provoca no poca turbación, no poco desconcierto. “Solos no podemos”, repicaba el líder opositor en un encuentro con periodistas, luego de haberse movido entre el indescifrable “todas las opciones están sobre/bajo la mesa” y el aterrizaje forzoso que supone reconocer que “no podemos tercerizar la solución del problema”.
Tras el fallido remake de salidas no ajustadas a lo disponible ni sintonizadas con las acciones de virtuales interventores –más que el verbo picoso de un Trump en campaña por la reelección, hay que fijarse en los entecos corolarios de 2019, el acento pragmático entre aliados o la resiliente estampa de quien sigue en Miraflores- tal apego a la solución de fuerza luce inexplicable. Pasar, por otro lado, del empoderamiento, la calle abarrotada y el “falta poco” a la impresión de que sin sostenes foráneos la fuerza de la oposición se pulverizará, deja la ingrata sospecha de que casi nada se apuesta a la facultad del liderazgo para producir mudanzas en lo que perturba. Es la impronta del determinismo lo que reina, la idea de que en esa deriva impuesta por un destino que la voluntad humana no puede modificar, sólo los dioses tienen la última palabra. De allí la invocación al dorado “Deus ex machina”, aun a espaldas de la evidencia. Algo a lo que algunos optimistas llaman “fe” y que otros, aferrados a la trágica comprobación de la historia como la propia Barbara Tuchman, califican como sinrazón, como locura.
Cabría recordar cómo la expectativa de una “¡intervención ya!” también encandiló a parte de la oposición siria, por cierto. En 2013, el jefe de la Coalición Nacional (CNFROS), Ahmad Yarba, pedía a la comunidad internacional un “golpe de castigo” para el régimen de Al Asad, alegando que este contaba con “total apoyo de Rusia, Hezbolá e Irán” mientras “a nosotros nos falta de todo. Nuestros aliados no nos han dado nada de lo que pedimos. Necesitamos apoyo real”. En 2016, el coordinador del Alto Comité de Negociaciones, Riad Hijab, instaba al gobierno de EEUU a tomar cartas en el asunto. “Pedimos a Washington adoptar medidas inmediatas (…) contra el Gobierno de Damasco para defender al pueblo, y lanzar apoyos militares a grupos armados cercados por las fuerzas sirias en la ciudad de Alepo”, declaró. “Es hora de que el mundo ponga fin a los crímenes de Bashar al-Asad por sus crímenes contra el pueblo sirio”.
Sobre lo que el derroche de irresponsabilidad, malas decisiones y desesperado cálculo produjo, sobran testimonios. Un país prácticamente borrado del mapa da fe de la rebatiña feroz a la que lo han sometido los bandos en disputa. Entretanto, Al Asad, visto con sobradas razones como una amenaza para la región, se mantiene en el poder, surfeando sobre la ola servicial del colapso, medrando en sus horrores. Otra demostración de que el camino al infierno suele estar empedrado de pulcros propósitos; trapacero cuadro cuya vista, como cavilaba Maquiavelo, debería alcanzar para mantenernos apartados de él.
No se niega, claro está, la complejidad del problema venezolano ni la pertinencia del aval que el mundo libre brinda a los demócratas en este trance. Lo rebatible es el afán por reasignar tareas que sólo al liderazgo local (sostenido por la “potentia” de esa mayoría que rechaza los rigores de un gobierno abusivo) incumben. Allí habría una evasión del deber más básico de quien aspira a liderar, a conducir un país; esto es, comprometerse con alternativas realistas, responder asertivamente a la emergencia doméstica y priorizar su contexto, avizorar soluciones de largo plazo y con menos costos para la población; identificar zonas de oportunidad apelando a esa índole razonable y “commonsensical” –más que técnica o puramente abstracta- de la política. Sortear a toda costa el daño, en fin: jamás conspirar para agravarlo.
Al tanto del paisaje electoral que se asoma (hecho que desbanca al desiderátum belicista) tener un liderazgo con capacidad de maniobra interna adquiere una relevancia imposible de endosar a otros. Al respecto, conviene recordar hallazgos como los de Chenoweth y Stephan, quienes al evaluar el impacto del apoyo externo en la lucha contra regímenes autoritarios descubren que, paradójicamente, este puede socavar “los esfuerzos dirigidos a movilizar el apoyo público local… puesto que los activistas se apoyan demasiado en la ayuda externa en vez del apoyo local, y así pierden su base de poder”. Estudios de opinión recientes ofrecen pistas adicionales: es obvio que la confianza cívica merma (según More Consulting, 44,3% dice no sentirse identificado con ningún líder) mientras la crisis sigue su indetenible curso. Sí: abandonar el terreno de juego, apostar a un incierto salvavidas aduciendo impotencia, implicará seguramente arriesgar la compañía que importa… y después, ¿qué? ¿Estamos preparados para lidiar con los estragos de tanta soledad, tanta autofagia política?
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