Publicado en: El Universal
Simetría, proporción, armonía. De “justo medio” hablaban los griegos para referirse a una belleza que lo es porque se libra de la profusión, la malquista desmesura. Platón, a su vez, vinculaba esa noción a la de la justicia. Y Aristóteles, en su “Ética Nicomáquea”, a una “vida racional” fundada en la administración de las demandas de cuerpo y alma. Se trata, dice, de procurar un equilibrio que sitúe “entre el exceso y el defecto”, esto es, “sin pasarnos ni quedarnos cortos”.
Esa filosofía práctica, particularmente afín a la política, prefigura el qué hacer, según lo dispone la situación concreta. La observación de la circunstancia pesa más acá que la sujeción a reglas o principios inamovibles. Son esas contingencias las que definen las coordenadas del justo medio, espacio surgido de la necesidad de neutralizar desequilibrios, la toxicidad de los extremos, sus vicios. Para eso sirve la phrónesis, la prudencia, un “saber para sí”. El criterio de ubicación que según Gadamer articula la “subjetividad del saber” con la “sustancialidad del ser”.
Apaciguar los pinchazos del deseo, claro, impone un desafío a seres avivados también por esas candelas. La pulsión desiderativa lleva a pedir más de lo que se tiene, instiga a la apropiación animosa de lo que no luce cercano ni posible, a vetar lo que se percibe como insuficiente. De ese principio de placer -que lleva a la evitación de lo penoso, lo que cancela el puro y básico goce- no es fácil despegarse, y tampoco conviene hacerlo. De allí la importancia de contar con las buenas amarras del principio de realidad, contrapeso que modera el afán de gratificación inmediata.
(La imagen que asalta es la del prudente Odiseo, su largo periplo de 10 años para volver a Ítaca. Obligado en cierto tramo a escuchar el canto de las sirenas, “seres cruelísimos” y de bello rostro que tentaban con la idea del suicidio, Odiseo supo que debía ejercitarse en el arte de resistirlos, atado por voluntad propia al mástil del navío que capitaneaba. Nada sencillo liderar en tales trances. Entender el riesgo de exponerse al dulce timo de aquellas voces, lograr salir entero tras instruir al resto de la tripulación a taponar sus oídos con cera, a resguardarse, a seguir remando… he allí un espejo de phrónesis que, asimismo, lleva a pensar en cuán arduo y vital es dar con el justo medio.)
Pero en tiempos de política identitaria, romántica exasperación y mares revueltos, rechazar la virtuosa medianía parece ser la directriz. Lo gris queda en eso: en deslucida sombra, fealdad que conduce al marasmo del “peor es nada”. Nada de limosnas, dicen los cultores del maximalismo, sin caer en cuenta que todos visten harapos. Lo que está en medio y su valor de secuencia, de tránsito entre el fondo y el peldaño, poco cuenta para el ofuscado. Cuenta es el salto improbable, aún cuando la garrocha no aparezca.
A expensas del espejismo, invocar el justo medio puede resultar toda una bofetada. Pero lo cierto es que, como se ha dicho ad nauseam, salir de fosos cuya hondura se pierde de vista obliga a dosificar la expectativa. Esa certeza prospera entre quienes ahora ven que las elecciones ofrecen oportunidades concretas de reorganización, que la abstención responde malamente a la indignación, y nada resuelve. Y que si bien el gobierno autoritario no duda en afincarse y exhibir a sus “cocos”, en eso lo ayuda un rival desconcertado y disperso, incapaz de elevar el costo de tales marrullerías.
“Tenemos que trabajar sobre realidades”, dicen incluso algunos de los que hasta ayer insistían en la inoperancia de la vía política. ¿Un signo del ascenso de la phrónesis, que cabe valorar a pesar de la falta de explicaciones? Ojalá. Peleando con la resaca y las presiones por rectificación oportuna, lo “mediano” remitiría entonces no a mediocridad, sino al cálculo de lo realizable. Señales a favor de una mudanza, frágiles pero llamativas, obligan a reconciliarse con lo modesto y desechar la angurria, en esta espinosa búsqueda de balances que lleva no sólo a avanzar, sino a sostenerse en punto firme y estable.
Como el retorno a Ítaca, la redemocratización tomará su tiempo, y de eso están especialmente al tanto los vecinos. Hace unos meses, el excanciller argentino, Felipe Solá, lo espetó sin delicadezas: “Venezuela no puede ocupar tanto espacio… los cambios no van a ser prontos, van a ser lentos”. Con ese crudo dato en mente, toca ocuparse para que las pequeñas ventajas que descuellan en un erial puedan ser de utilidad.
Rehabilitar a una oposición dislocada, fuera de lugar, es clave. Algo que, sospechamos, se logrará en la medida en que se asuma lo que antes se esquivó: que el poder se construye, no surge de la nada. La capacidad de conseguir que un actor haga algo que no habría hecho por sí mismo, (Robert Dahl dixit) dependería de tomar condiciones “medianamente” aceptables, y ver cuánto pueden ensancharse mediante prácticas generalizadas. Descifrar belleza en esos grises, sin ser todo, puede ser algo significativo: he allí la ganancia que interesa.