Por: Jean Maninat
Es harto conocido que el concepto de banalidad del mal fue acuñado por Hannah Arendt en su libro Eichmann en Jerusalén, (en el original lleva el subtítulo, Un informe sobre la banalidad del mal), donde relataba las sesiones del juicio al criminal nazi Adolf Eichmann, reflexionaba sobre el totalitarismo y exponía trazos de la personalidad del acusado, posteriormente hallado culpable y condenado a la horca en Israel por crímenes en contra de la humanidad.
El atisbo que más causó estupor -en un libro denso y original- fue que sostenía que Eichmann no tenía los rasgos psicológicos de un monstruo, un asesino en ciernes desde el vientre materno, un torbellino de maldad y bajos instintos. Él se consideraba un funcionario haciendo bien su trabajo, con eficiencia, un burócrata de la muerte sí, pero que cumplía órdenes, y lo hacía meticulosamente como quien le saca punta a un lápiz, sin columbrar sobre el bien y el mal.
El Informe se convirtió en un libro referencial y reverencial, depositario de -entre tantos logros- una de las frases más alegremente citadas, la de la banalidad del mal, siempre en fuerte competencia con To be or not to be, that is the question, bro, o, marica ese es un planteamiento gatopardiano. Solo la aparición del Cisne Negro es capaz de desbancarla -por momentos- a la hora de explicar lo aparentemente inexplicable.
Pero si Batman tiene su Joker, y Superman su Lex Luthor, nuestro concepto de marras tiene el suyo, una especie de categoría antinómica que habita en un Topos Uranos bizarro, donde cada idea pura, cada representación ideal, encuentra su némesis que la niega o la burla con la torpeza del Pingüino. Últimamente, campea planetariamente, rebota en la pantalla aferrada al cursor como un cowboy, explota en Twitter, las redes y los medios de comunicación. La banalidad del bien.
Sí a usted se le ocurre sopesar -aunque que sea levemente- si la jugada de Paris de sonsacarle a Menelao a su legítima esposa, Helena, no habría sido un mal cálculo, y que más allá del derecho universal al amor y su goce habría otras consideraciones a tener en cuenta (un simple ejercicio de sala situacional, más nada), le tildarán de Casandra, traidor y colaboracionista del de Micenas. Si otro tanto se le ocurre con el Caballo de Troya, el empantanamiento en Siria, o la impetuosa entrada y dislocada salida de Afganistán, el mismo gallo cantaría.
Quizás convenga darse una tregua, y ver -para tomar un poco de aire reflexivo- las películas, Dr. Strangelove or: How I Learned to stop Worrying and Love the Bomb. (¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú ) de Stanley Kubrick, o Thirteen Days de Roger Donalson (Trece días). Darse lo que se llama una taima, un descanso mental, ante tanta infausta noticia y choques de opinión polarizantes y estériles.
Ya sabemos, no estamos para ver pelís, solo documentales sobre las guerras. Vamos de la banalidad del mal, a la banalidad del bien.
N.B. Chinchín si me la recuerdan, Carcacha y se les retacha. (Café Tacuba)