Johnny Cash y José Ignacio Rey – Sebastián de la Nuez

Johnny Cash y José Ignacio Rey - Sebastián de la Nuez
José Ignacio Rey (1935-2022) forma parte de una legión de vascos consagrados a Dios y a San Ignacio de Loyola que ha dejado huella en Venezuela. Cortesía: La Gran Aldea

Falleció el sacerdote jesuita José Ignacio Rey, ligado a la Universidad Católica Andrés Bello desde hace muchos años, así como a las revistas Comunicación y SIC, del Centro Gumilla. Influyó sobre varias generaciones de estudiantes, atendiendo sobre todo las cátedras de Ética y Fenomenología Sociorreligiosa. Rey forma parte de una legión de vascos consagrados a Dios y a San Ignacio de Loyola que ha dejado huella en Venezuela durante el siglo XX y lo que va del XXI. Aquí, una relación de amistad y la reafirmación de la ilusión como esperanza de un futuro más pleno, más equilibrado y más humano.

Publicado en: La Gran Aldea

Por: Sebastián de la Nuez

Tenía su carácter y sus modos de relacionarse, tendría seguramente sus manías personales y sus rincones pasionales para amurallarse un poco y no estar demasiado con los demás, no más de lo que exigen las normas tácitas de la hermandad, pongamos por caso. José Ignacio Rey igualmente tendría sus luchas internas, como todo el mundo, así como le rondaban fantasmas y dudas -como a tantos, a trechos durante una vida- o empeños que, una vez alcanzados como meta, al final no resultaron tan llenos de brillo como habría pensado. No, no era una personalidad fácil aun compartiendo a plenitud la virtud ignaciana, la de entregarse al otro, amando y sirviendo.

Solía trabar relación con los alumnos que le parecían afines a sus intereses e inquietudes; le gustaba conversar, seguirle la pista a quienes apreciaba de manera particular. Una vez fue al cine con un amigo que había sido su alumno, uno que durante un curso entero a finales de los setenta tomó nota de sus clases de Ética y Fenomenología Sociorreligiosa: materia que anunciaba una vastedad insondable, críptica pero que en sus manos se hizo liviana. La película trataba de un cantante folk estadounidense, Johnny Cash, se titula Walk the line (Johnny y June: pasión y locura) y es un biopic de 2005 que protagonizan Joaquin Phoenix y Reese Witherspoon. Lo que a José Ignacio -que en ocasiones había ejercido como crítico cinematográfico en las revistas SIC o Comunicación- le gustó de esta película fue esencialmente lo que Cash tuvo de terco ilusionado ante una mujer que le huía: el amor escurridizo de su vida, June Carter. La película le hizo sentir empatía por la cabezonería apasionada de Cash y era ese valor empeñoso del cantante retratado lo que le parecía un hallazgo. No le interesaba, al menos no en esta ocasión, hacer algún comentario sobre la comercialización de lo popular como producto de exportación en el país más capitalista del mundo o analizar semiológicamente alguna escena, que lo hubiera podido hacer pues tenía herramientas para ello. No. Le animó, en todo el sentido de esta palabra, ¡que al fin el chico lo había logrado, caramba, casarse con el amor de su vida!

Probablemente, por esta reacción suya y por otras actitudes o reacciones por el estilo, José Ignacio encarne para algunos -tal vez muchos- que le conocieron la ilusión tal como la ilusión es vista, o fue analizada, por el filósofo Julián Marías.

¿Y qué es la ilusión para el filósofo Julián Marías, el papá de Javier? Hay un libro que lo explica y es muy ameno, Breve tratado de la ilusión. Aquí bastarán unos extractos: Marías destacaba la gran diferencia entre tener vocación por algo y aquel que tiene un trabajo por el solo propósito de ganarse la vida. Decía, por otra parte, que España es un país ilusionado porque, a pesar de sus problemas, «es un país todavía divertido, como Italia; Europa no es un continente divertido pero estos dos países sí…, hay ciertas dosis de nihilismo, lo cual es bueno, que por cierto también se nota en la América hispánica, con todos sus problemas». Agregaba que el idioma español tiene la ventaja de darle a la palabra ilusión el sentido adecuado, solo en español esa palabra denota un sentido positivo, en otras lenguas conduce a ingenuidad o extravío pueril. Es importante levantarse cada día con el impulso de la ilusión, esto es, esperar algo de ese día porque la ilusión, recalcaba Marías, se relaciona con el deseo, pero es un deseo con argumento, uno que se proyecta hacia el futuro. La ilusión está siempre mirando al futuro.

“Su eterna opción por los pobres, la aceptación de la Teología de la Liberación como norma y soporte de su actividad y de su discurso”

José Ignacio siempre esperó algo del nuevo día hasta que se cansó de esperar y se quedó encerrado, con los restos de sus pasiones, que sobre todo eran ver películas y leer (al parecer lo seguía haciendo a pesar de su creciente ceguera). Esa ilusión renovada cada día se verificaba en las conversaciones informales, antes o después de ir al cine en el Centro Plaza o al tomar un café en el Ateneo de Caracas: se le podía comentar lo mal que andaba el país y él coincidía sin ambages y aportaba más datos, pero a final de cuentas salía con esto: «¡Es que este pueblo es así…! Liviano, alegre, en el fondo de una bondad inmensa, gente de buenos sentimientos». Lo decía ilusionado, disculpando, de cierta manera, al pueblo por sus errores y desmanes, o exonerándolo de toda culpa por el Gobierno que se daba.

José Ignacio siempre miró el futuro de Venezuela con ilusión hasta que ya no pudo mirar más. Nació en Bilbao hace 87 años; en cierto momento llegó a Venezuela y se quedó para siempre. No es un  caso atípico entre los jesuitas de origen vasco que han hecho vida en este país. En 2016, poco antes de fallecer, su compañero Rafael Baquedano le había dicho a un periodista en su retiro del Colegio San Ignacio, donde era cuidado (como lo fue José Ignacio hasta que murió el viernes 14 de enero de este año): «Nos interesan [a los jesuitas vascos] los problemas de Venezuela. Ninguno de nosotros piensa en volver a España. No tengo ningún interés, ni pienso que me pudiera adaptar a la España de hoy. Quiero seguir siendo realmente venezolano. Venezuela es un país maravilloso».

Es posible, solo posible, que José Ignacio sea ese tipo de sacerdote que le hace pensar al ateo, o a quien simplemente le es indiferente el tema de Dios, «cierto, no creo en ningún Dios pero sí puedo creer en gente que cree en Dios; creer en su trabajo, en su vocación y en su fe en un mundo mejor».

“[José Ignacio Rey] Nació en Bilbao hace 87 años; en cierto momento llegó a Venezuela y se quedó para siempre”

Con su deterioro físico y lo que estaba pasando en el país a José Ignacio se le fueron quitando las ganas de salir para ir al cine, ya no podía conducir, ya no podía quedar con su eterna camisa azul de manga corta -limpia siempre, aunque algo raída- y su suéter de algodón ligero, para darse un chapuzón en La gran ilusión, que es la otra manera de llamar al cine, en el Centro Plaza o por la Plaza Morelos; así que se conformaba primero con las versiones en DVD que le llevaba algún amigo y, después, ver películas por internet. Con el amigo con quien vio Walk the line detuvo sus pasos hace ya siete años. La forma en que comenzaba su último correo era ya una premonición de lo que vendría, un pálpito de lo que pasaba por su cabeza y por su corazón allá en los altos de Montalbán, sobre la Universidad. Ante el requerimiento «¿nos volveremos a ver?», envió este primer párrafo:

«Te respondo con el espíritu de un viejo refrán español: “todo se andará, si la vara no se tuerce”. Ocasión habrá, sin prisas. Primero tengo que hacerme a la idea de volver a transitar rutas más alejadas, ya que, por si no lo sabes, desde hace meses no voy más allá de la Plaza La India, acá en Montalbán. El impedimento no es en manera alguna físico, sino más bien algo psíquico: siento que la barbarie en el poder ha convertido a la bella Caracas en ámbito de tensiones abiertas (siempre las hubo, pero eran tolerables) e, incluso, de larvadas hostilidades».

Nunca se volvieron a ver y ahora este compañero de cine ha visto, casi por casualidad, un mensaje en una tarjeta de Navidad enviada por el Provincial de los jesuitas a finales de 2018 y piensa, ni más ni menos, que cuadra fielmente con el espíritu que abrigó y condujo a José Ignacio por los altibajos de su periplo vital y finalmente lo acompañó, en su declive definitivo. Parece que estas palabras las hubiese escrito el profeta hebreo a un entrañable compañero de buenas películas que nacerá dentro de 2.500 años, un sacerdote con la ilusión puesta en su país de adopción, uno que lo eligió a él para siempre: «Yo conozco mis designios sobre ustedes: designios de prosperidad, no de desgracia, pues les daré un porvenir y una esperanza» (Jeremías 29:11).

¿Acaso no es un compromiso para no cejar, una buena excusa para retomar la ilusión una vez más mañana por la mañana, ya como empresa, ya como empeño, con el mismo tesón ilusionado del gran testarudo Johnny Cash?

Esta es tan solo una versión sobre José Ignacio, habrá otras; un matiz o aspecto de su vida que enfoca un día de encuentro, un momento de los que compartió con uno o varios amigos más jóvenes, entre quienes llegó a estar el ucevista Juan Barreto cuando aún no se había subsumido en esa maquinaria de envilecimiento que es el chavismo. No está aquí ni estará nunca el cura progre, como lo llamaron en las páginas del suplemento Feriado de El Nacional y fue la única vez en que rozó el pecado capital de la cólera: soberana rabieta, nada más alejado de él que una etiqueta superficial y facilona. Sin embargo, se guardó muy bien de dejar traslucirla públicamente. No está acá tampoco la influencia que sobre él ejerció la Conferencia Episcopal de Puebla de 1979, su eterna opción por los pobres, la aceptación de la Teología de la Liberación como norma y soporte de su actividad y de su discurso.

Una luz limpia y suave emanará de su recuerdo. Sería narrativamente feliz volver a uno de aquellos encuentros y guarecerse anímicamente dentro, como si el resto de las cosas flotara en un éter ajeno, pero hoy Caracas amanecerá un poco más vacía y un montón de gente un poco más sola.

 

 

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