Por: Jean Maninat
Tiburón qué buscas en la orilla,
tiburón lo tuyo es mar afuera…
(Rubén Blades)
En un pequeño balneario de ficción, Amity Island, en plena temporada turística, cuando los niños retozan en el agua, y los padres chapotean en la satisfacción -ampliamente justificada- de darle a su prole unas merecidas vacaciones, lo inesperado emerge del agua y se lleva entre las fauces la tranquilidad estival que garantizaban los folletos turísticos y la asidua concurrencia de los veraneantes.
Nadie estaba preparado para tal insurgencia, y se disparan las alarmas entre gritos de espanto y amenazas de una clausura temprana -y devastadora- de la actividad económica y las vacaciones de la temporada. La localidad, atrapada entre su supervivencia económica y las mandíbulas insaciables de un tiburón blanco (sobredimensionado gracias a las primarias artes de los efectos especiales de entonces) tiene que decidir entre la negación de las autoridades locales y la Cámara de Comercio, y la presencia del escualo en sus orillas que no perdona a rubia nadando desprevenida en el mar.
La negación del peligro que asumen las “fuerzas vivas” es comprensible. Su incredulidad responde al narcisista cálculo inicial de: “esto no me puede estar pasando a mí”, y luego al cálculo terrenal de las pérdidas comerciales a la vista. Hoy vemos como los tarambanas de toda laya se aferran a sus “instintos políticos” para negar lo que la ciencia barrunta con sobria y secular pertinencia. (Al fin y al cabo, la ciencia -como la plomería- es un esfuerzo humano para remediar el diseño defectuoso del edificio producto de la Creación o del Big Ban, según la preferencia de cada quien).
Tiburón, la película, está poblada de gente simple que cumple sus oficios con la dignidad de un trabajador dedicado: un alcalde preocupado por sus votantes y el bienestar económico de su ciudad, un capitán obsesionado con cazar tiburones, un joven bisoño científico, y un policía confinado en un pueblo costero, según nos narró, Spielberg, en su maravillosa alegoría. En cierta forma, es una alegoría Avant- garde de lo que nos acontece en medio de esta pandemia. ¿Se la corta cerrando la economía a cal y canto, o se le disputa al virus progresivamente los espacios que va cerrando a la vida? Difícil adivinanza.
En medio de tantas predicciones: desde el fin del capitalismo, el regreso del Estado todopoderoso, el alumbramiento de una New Age espiritual y sanitariamente inocua, la configuración de un hombre nuevo perfeccionado por sí mismo gracias a la biotecnología; queda la resiliencia de los humanos frente a las desgracias que son su pan de cada día. Solo la especie que bajó de los árboles para descubrir el fuego, será capaz de derrotar al virus invasor que siempre estuvo allí junto a otros. La vacuna vendrá, y nos liberará a la espera de que un nuevo microbio nos ponga a prueba otra vez.
Pero, los laboratorios farmacéuticos no se convertirán en ONGs dispuestas a entregar sus descubrimientos sin reclamar las ganancias que alimentan sus costosas investigaciones, ni los curanderos serán mejores de lo que nunca fueron, ni las disputas geopolíticas cederán, ni lograremos mirar sin desconfianza a quien se aproxime inadvertidamente de una acera a otra como Pedro Navaja.
Quizás aprenderemos a desoír a los charlatanes políticos que exitosamente predican el fin de la convivencia, y a valorar el difícil empeño de defender y ejercer la transparencia y la democracia aun en las peores circunstancias y al descampado. Sin poses para la historia, como un deber más que asumir.
Al final de la película, cuando el tiburón ha hecho de las suyas, el simple policía lo vence sin mayor heroísmo que el oficio de quien cumple su deber.
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