Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
“Nosotros intentamos pensar el siglo de Pericles
tomando como guía al filósofo instaurador del logos,
a Heráclito, quien a pirncipios de ese siglo determina
el quehacer de la filosofía y del filósofo como
“istoras filosófous”, desde y a partir del logos, y al
pensador que al final del siglo comprende el proceder
del pensar como istoría para inquirir la verdad, Tucídides”.
Mauricio Navia
Decía el filólogo e historiador de la filosofía William Keith Guthrie, a propósito del significado filosófico de la Istoría de Tucídides, que “la guerra, al destruir la facilidad de la vida cotidiana, es un maestro severo y violento, y asimila los comportamientos de la mayor parte de los hombres a las circunstancias que los rodean. Los valores habituales de las palabras se cambian, al reclamar los hombres el derecho a usarlas como les plazca para justificar sus acciones: a la audacia reflexiva se la llama valentía y lealtad al partido; a la demora o vacilación prudente, cobardía disfrazada; la moderación y el dominio de sí mismo se consideran como una manera de disimular la timidez, y el querer tener una comprensión global de la situación, como pereza para la acción. En una palabra, se aplaude al que triunfa por medio de actos perversos y al que incita a otros a cometer crímenes en los que nunca habrían pensado”.
A propósito del significado de las analogías en la historia, y especialmente a la luz de la caracterización de la “severidad” y de la “violencia” como determinaciones de la guerra, las palabras de Guthrie estremecen y retumban con una fuerza extraordinaria en la conciencia refleja de aquellas sociedades que han sido sometidas por las fauces de la gansterilidad, esa suerte de sombrío deslizamiento que, desde sus motivaciones originariamente políticas, terminan conduciendo al ejercicio institucional del llamado “crimen organizado”. Se trata, en efecto, de una conciencia desgarrada. Una conciencia, además, que ha podido presenciar, no sin dolor, la destrucción de la “facilidad” de su “vida cotidiana”, el sometimiento de su ciudadanía “a las circunstancias que la rodean”, la transmutación de sus “valores habituales” y de su lenguaje, puestos al servicio del “como les plazca” para poder así “justificar sus acciones”. Cuando se oculta la luz de la verdad se pierde el brillo de la libertad.
Convendría preguntarse si, por cierto, este “modelo” de sociedad secuestrada no representa un estado de guerra interior, en sí mismo -eso que, al cobijo del ocaso del siglo XX, los especialistas en temas militares han designado como “asimetría”-, aunque oficialmente no haya sido declarada y de la cual buena parte de la misma población que la padece no se ha dado por enterada. El hecho de que sea, probadamente, un narcoestado; el que, como nunca antes, el número de presos políticos sea el más elevado de toda su historia, al igual que el número de asesinatos políticos; el que parte del territorio de la ex-nación se encuentre tomado y sea saqueado por facciones militares, paramilitares o mercenarios foráneos; el que los medios de comunicación se encuentren amordazados y la sociedad civil viva aterrorizada por bandas criminales de toda ralea posible; el que más de 5 millones de venezolanos se hayan visto obligados a abandonar el país; el que haya precio sobre la cabeza de las figuras más representativas del narcorrégimen; el que la Corte Penal Internacional haya finalmente anunciado que existen razones suficientes para someter a juicio a “il Capo” Maduro; ¿acaso no son estas las características propias de una sociedad, al decir de Guthrie, “severa” y “violenta”, es decir, de una sociedad en guerra?
Llegar a la formulación de esta pregunta, que se propone interrogar por la crisis orgánica de Venezuela devenida estado de guerra tácito, es el resultado de la lectura e interpretación, en clave historicista, de uno de los ensayos dejados tras su repentina desaparición física por uno de los estudiosos más lúcidos y competentes de la filosofía clásica antigua y de la hermenéutica contemporánea: el honorable Mauricio Navia, profesor titular del Doctorado en filosofía de la Universidad de Los Andes. “Filosofía e Istoría en el siglo de Pericles (del Logos): Tucídides y Heráclito”, es el título del ensayo -inédito- en cuestión. Se trata de una elaborada y bien sustentada relectura de historiador Tucídides, autor de La guerra del Peloponeso y seguidor de las enseñanzas del Skoteinós, Heráclito de Éfeso. Y todo ello, a la luz de las interpretaciones hechas por Maquiavelo, Hegel, Nietzsche, Heidegger y Gadamer.
La recuperación del discurso de la verdad para enfrentar las ficciones, que suelen tejer las tiranías, entusiasma, motiva la vindicación del realismo, el abandono de las manipulaciones y de los tendenciosos preceptos: “Tucídides y, quizá El Príncipe de Maquiavelo -escribe Nietzsche y Navia traduce- son para mí lo más emparentado a través de la voluntad incondicional. De no engañarse con nada y de ver la Razón en la realidad, no en la “Razón”, menos aún en la “Moral”. Tucídides, como la gran suma, la última revelación de aquella facticidad fuerte, rigurosa, dura, que los helenos antiguos tenían en su instinto”. Como Maquiavelo en su tiempo, Tucídides en el suyo “se separa de los mitos y de la épica, de las palabras de los poetas líricos y de los logógrafos, de los que escriben para las competencias (agónisma) y de los testigos de oídas, de los historiadores “monumentales” y de los cronistas, de los idían o idiotés (que interpretan desde la óptica particular) y de los simpatizantes de los bandos. Pero no es solo una crítica y distinción de la Grecia arcaica y una afirmación de la Grecia de “la época trágica” y de la democracia, sino que Tucídides establece criterios rigurosos o juicios críticos “para inquirir la verdad” a partir del devenir de lo real, siguiendo a la filosofía inicial”. Más allá de las metodologías, de las toolbox o de las causalidades mecanicistas, las suyas son motivaciones de fuerzas vivientes, de intereses de pulsiones humanas, que bien vale la pena llegar a comprender a objeto de precisar las razones en virtud de las cuales es posible descubrir, tras las apariencias, la realidad efectual de las cosas, no como curiosidad del pasado, de lo ya vivido, sino en y para el aquí y el ahora vivientes. La historia viviente es justo este proceder del pensar para saber la verdad y, sobre sus hombros, reconquistar la libertad.