Publicado en: Ideas de Babel
Por: Tulio Hernández
Quien haya leído la novela Falke de Federico Vegas, o por lo menos tenga un mínimo conocimiento de los sucesos sobre los que se inspira, comprenderá a cabalidad la implacable sentencia del refrán “Tanto nadar para morir en la orilla”. Que significa algo así como “tanto esfuerzo para nada”. O, tantas energías invertidas y sufrimiento padecido para que, al final –cuando el objetivo está a punto de lograrse–, todo acabe en fracaso estruendoso. En derrota sin par.
El viejo vapor alemán, el Falke, en el que atravesó el Atlántico, allá por 1929, un grupo de conjurados, con el propósito de derrocar al tirano Juan Vicente Gómez, es probablemente el símbolo mayor de las grandes derrotas que a lo largo de nuestra historia han sufrido diversos grupos de hombres armados que intentaron cambiar de un solo golpe el orden político de su momento.
Podríamos decir que estamos ante una especie de ‘tradición’. Ya se trate del combate contra un orden colonial, una tiranía militar o una democracia en gestación, es una imagen recurrente: luego de una larga travesía, al momento del desembarco, los aventureros sufren algún percance o descubren que han sido delatados y que, en vez de tropas aliadas o multitudes recibiéndolos con vítores, en tierra firme los aguardan la soledad más absoluta o las fuerzas del régimen preparadas para apresarlos. O para molerlos a fuego abierto.
Así ocurrió con Francisco de Miranda, nuestro pionero de la independencia, cuando una tarde de agosto de 1806, desde la corbeta Leander, al mando de unos 400 hombres armados, descubre que en La Vela de Coro solo lo espera una comarca desierta. Las autoridades españolas, informadas en detalle de la operación, han evacuado a la mayor parte de los habitantes, quemado los víveres y cargado con las bestias. De modo que al Generalísimo no le queda otra que ordenar el retorno de la escuadra de ocho barcos que comanda y regresar de nuevo a Aruba, de donde había partido.
Más cruel aún fue el destino de los conjurados del Falke. Luego de casi 33 días de navegación inclemente, cuando el vapor que ha zarpado del puerto de Hamburgo atraca en las cercanías de Cumaná y los invasores descienden, las tropas gomecistas los reciben a tiros. Muchos, incluyendo al general Román Delgado Chalbaud, el jefe, mueren en el enfrentamiento. Otros escapan por los montes cercanos. Y algunos vuelven al viejo barco que igual zarpa primero hacia Grenada, luego a Trinidad.
Durante el gobierno democrático de Rómulo Betancourt otro desembarco se suma a la saga de las invasiones fracasadas. Esta vez los extranjeros a bordo no son mercenarios norteamericanos como los del Leander o marineros alemanes como el Falke. Ahora se trata de guerrilleros cubanos, armados con fusiles norcoreanos AK-47, que han salido seis días antes, el 2 de mayo de 1967, desde Santiago de Cuba, a donde ha ido a despedirlos el propio autor de la idea, Fidel Castro en persona.
La operación ha sido concebida entre militantes de la izquierda marxista venezolana y los jefes de la revolución cubana para fortalecer un frente guerrillero que actúa en las montañas de El Bachiller, a 160 kilómetros apenas de Caracas. Los detalles los cuenta Héctor Pérez Marcano, por entonces activista del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), en su libro testimonial La invasión de cuba a Venezuela: de Machurucuto a la revolución bolivariana.
La acción, hecha en un barco cubano camuflado como pesquero, termina en un gran fracaso cuando uno de los botes de desembarco hace aguas y queda a la deriva. Uno de los invasores muere ahogado, otros son detenidos, dos más lograron escapar. El Nacional del sábado 13 de mayo de 1967 titula en primera página: “Muerto militar cubano y capturados otros dos al intentar desembarcar en playas de Barlovento”. El incidente acelera aún más la derrota definitva de la aventura guerrillera venezolana.
Ahora, en mayo de 2020, un nuevo desembarco se agrega a este peculiar historial de aventurerismo político. Los militares insurrectos que se atribuyen la responsabilidad del hecho lo han llamado pomposamente Operación Gedeón. Que en hebreo significa “guerrero poderoso”. Los estrategas del gobierno, siempre manipulando, lo reportan como ‘Invasión de la bahía de Macuto’, tratando de remover las ruinas del nefasto incidente de la Bahía de Cochinos cubana.
Pero, cualquiera que sea el título con el que se le recuerde, todo lo que suscita esta nueva escaramuza es duda, desconfianza y desazón. Tanto en la puesta en escena, poco creíble, de unos invasores que dejan en el lugar de los hechos toda su documentación, como en las declaraciones en tono mafioso de los supuestos mercenarios gringos que la comandan. O el manto de titubeos que fragmenta aún más la resistencia democrática y salpica al gobierno interino de Guaidó. Y en la fabricación de una mentira oficial tan grande como llamar “bahía” a un lugar que no lo es: algo así como titular, por interés propagandístico, mar de Maracaibo al lago. Todo crea una atmósfera de ópera bufa que termina en tragedia.
Tengo la impresión de que en el futuro no habrá nada épico, ni fundacional, que recordar de esta escaramuza. Acuarelas ni relatos de unos jefes dignos, idealistas e ilustrados –como Francisco de Miranda y Delgado Chalbaud– al mando. Ni siquiera un titular de prensa claro.
La intentona de Macuto no tendrá en la memoria la grandeza escenográfica de una escuadra de ocho corbetas en alta mar. O la hazaña cinematográfica de un viejo vapor cargado de románticos que remonta el mar Caribe. Remite a peñero mal construido. A pequeñez desesperada. Es uno de esos acontecimientos en donde ningún bando gana credibilidad. Solo pierde el país en su conjunto. Cada vez más bárbaro, más capítulo de una historia de la mafia. Una nación sumida en la tristeza que genera la impotencia ante el dominio de los bárbaros.
Lo ocurrido en la ‘Bahía de Macuto’, como una alegoría, nos susurra al oído que hasta en los modos de morir en la orilla hemos retrocedido.
Publicado originalmente en Frontera Viva