Por: Jean Maninat
¿Bajo qué premisa puede alguien suponer que tiene derecho a inmiscuirse en un proceso electoral que no es el suyo, en un país que tampoco es el suyo? ¿Dónde habrá adquirido la licencia de sabiduría política universal para pretender orientar a un país soberano desde los anémicos y dramáticos resultados de su acción en su propio país? Vaya un enigma.
¿Habrá pensado, así sea por un segundo, en el efecto que podría tener en sus compatriotas que sobreviven a duras penas en ese país, expuestos a las ráfagas de xenofobia que vive todo inmigrante, ahora agitadas por la campaña electoral? ¡No de ninguna manera! Son daños colaterales -como los causados por la Campaña Admirable- que desde la altura de su caballo blanco son minúsculas adherencias que no empañan su grandeza. Él también es un libertador de pueblos, faltaba más.
Solo él lo sabe -lo presintió desde niño- las cámaras de la gloria lo persiguen, día y noche, no le dan descanso ni sosiego alguno, tiene una misión que cumplir y lo que los demás mortales ven como morisquetas heroicas, son actos de entrega, de desprendimiento en su empeño por liberar a sus hermanos ahora sin importar fronteras, ni nacionalidades, ni razas, ni…
La Historia, así con H mayúscula, le ha servido el escenario (siempre la necesidad de un escenario que acompañe la función) y la política no es la acumulación rutinaria de pequeños logros, la banalidad de un simplón servidor público, el tedio de resolverle a la gente sus minúsculos problemas cotidianos. No, lo suyo es la grandilocuencia histórica, la saga de un trashumante de la libertad que no conoce frontera. No será un simple funcionario de inmigración quien obstaculice su misión libertadora.
La afición por los gestos dramáticos, la mirada que sobrevuela las cabecitas de los bípedos laboriosos para posarse en la Historia (exacto, otra vez con H mayúscula), la tentación del bronce, del mármol, no han sido del todo saludables ni para los políticos que las persiguen ni las sociedades que los padecen. Ojalá y la ciencia de la política diera con la vacuna que inmunice a quienes la ejercen contra la vanidad de las estatuas.
Qué buena falta hacen políticos con un poco de humildad, con una cierta dosis de prudencia, que sepan cuándo es mejor callar, o quedarse en casa leyendo un libro. Que sepan medir la consecuencia de sus apoyos, de sus declaraciones sobre temas internos de un país siendo extranjero. Que sepan distinguir la tenue línea que separa la solidaridad de la torpe injerencia.
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