Hay textos que uno siente que van a caer en pozo seco. Este seguramente será uno de esos. Pero igual hay que escribir, aunque solo sea para verter en unos cuantos miles de caracteres un grito de alerta.
No había pasado suficiente tiempo del espantoso asunto de un niñito acribillado a balazos por unos salvajes, aún estaba tibio el cuerpo de ese infante, cuando las redes se inundaron de una noticia que más parece una escena de una película de Buñuel.
Unas personas hacen público, con videos y fotos, un sarao en un tepuy. No vi las piezas audiovisuales en los primeros momentos. Confieso que si algo poco – más bien nada- despierta mi interés es lo que hace, o deja de hacer, la boliburguesía venezolana. Sus episodios de rastacuerismo radioactivo me aburren, a morir. Siento que cada día se asemejan más a todo lo que no es sino mero exhibicionismo de ramplonería. Como a mí el tiempo no me abunda, y menos me sobra, pues poco dada soy al paseillo por los espacios del “kardashionismo” local. Ayer, a eso de las 11 de un día particularmente atareado, mi correo tenía encendidas no sé cuántas alarmas. Entonces, café mediante, vi el material. Y no encontré ni un solo fotograma que no me produjera náusea.
Las críticas llueven. Lo ocurrido es, a no dudarlo, un despampanante despliegue de vulgaridad, fatuidad y banalidad. Los que aparecen en esas fotos y videos no son entusiastas empresarios; son, entendamos bien, delincuentes que con envolver sus cuerpos en vestidos de marca no logran empero disimular su carencia total de ética. Los delitos son varios e incluyen violaciones a las normas que rigen las visitas a los parques nacionales y que algunos, muchos que amamos a Venezuela, respetamos como mandamientos sagrados. Y ello debería bastar para que la sociedad se active y deplore estos comportamientos. Y alcanza y sobra para que haya, además de la calificación legal (que no parece ocurrirá), algo extremadamente importante: la sanción social. Ella, la sanción que la sociedad puede imponer, no debe limitarse a críticas airadas en redes. Se puede ir mucho más allá.
Es cierto, la cursilería no es delito. Tampoco lo es el mal gusto de un smoking verde chillón, o las gorduras que se desbordan insolentes por los escotados trajes de unas señoras que, caray, bien harían en desenterrar el espejo y aceptar que ya no están como para andar de vitrina.
Todos tenemos algún tipo de poder. Algunos más, algunos menos, pero musculatura poseemos para ejercer presión e imponer algún tipo de penalización. Podemos, por ejemplo, bloquear a todos esos que montaron y aceptaron estar en ese descastado y vergonzoso guateque. No comprar ningún producto que publiciten en medios y redes sociales, no escuchar sus programas de radio o podcasts, no asistir ni que nos paguen a sus restaurantes, hostales, botiquines. Y podemos también exigir a los liderazgos que denuncien este asunto, incluso si alguna vinculación de sangre tienen. Podemos y debemos elevar nuestra protesta y establecer meridianamente que los decentes, los buenos, los venezolanos éticos no tenemos el alma en venta. Se llama pintar la raya.
Por de pronto, yo, Soledad Morillo Belloso, venezolana, mayor de edad, en pleno uso de mis facultades mentales, digo a los del tan indecoroso sarao en el tepuy que se pueden cansar de decirme que son millonarios, que la fiesta costó una bola, que los trajes cuestan puños de dólares, que bebieron whiskey de 100 años y Dom Perignon a galones. Igual son todos, absolutamente todos, idiotas rastacueros. Y eso fue lo que pusieron en primer plano.