Publicado en: El Universal
Como una dolencia bien acomodada en eso que el romanticismo nacionalista alemán llamó el “Volksgeist”, el ahistórico e imperturbable “espíritu del pueblo”, la sujeción a los referentes del pasado no duda en tullir nuestro presente, en paralizarlo. A contramano de la evolución registrada durante el siglo XX (no en balde Manuel Caballero celebra el visible ingreso de las masas a nuestra historia, cuando los venezolanos deciden bajar del caballo, tomar la calle y dejar constancia fáctica de su existencia en la polis) pareciera que el atasco desempolva la tentación del salto-atrás, el husmeo angustioso en un pasado de gloria que dé razones para despachar a la política. La Edad de los héroes, dominada por la imaginación y la fantasía, ese tiempo de quienes remitían “toda ley a la punta de su lanza”, tiende a rebrotar crónicamente entre nosotros.
Da la impresión de que nuestro fragmentado imaginario navega entre dos aguas. El mito democrático, por un lado, nos lleva a añorar ese interludio de civilidad anudado a la “consciencia popular de la propia fuerza”, como dice Caballero. Ese nervio que se manifestó “en el 52 contra la dictadura, en los 60 contra la guerrilla, y por supuesto el 23 de enero de 1958 y el 14 de febrero de 1936”, no deja de repiquetear en la memoria como prueba de la madurez de la que fuimos capaces. Se trata de nuestro luminoso ingreso a la Edad de los hombres, aquella en la que, como anuncia Vico, la razón y la reflexión prevalecen sobre la imaginación. Sí, en un momento dado superamos el atavismo dictatorial, soñamos, construimos y ejercimos la democracia, y nadie puede decirnos lo contrario.
Pero por otro lado, escarbando en el foso de nuestros miedos, deseos y carencias, el mito heroico (del cual bebió abundantemente el chavismo) sigue haciendo fiesta. “Hay pasados que no terminan de irse; el pasado venezolano es uno de ellos”, escribe Ana Teresa Torres: acá “el futuro siempre será, paradójicamente, pretérito”. Los héroes no dejan de reencarnar entre nosotros, invocados por la tribal expectativa, por la sensación de desamparo y la incertidumbre, por el desgaste de esa noción de autonomía que se va borrando junto con el ciudadano.
Así que en tanto “hijos de Bolívar”, como algunos nos bautizaron -herederos también de una frustración, del ideal trunco, de una gesta incompleta- no es raro que nos fijemos no en la devastación que dejó la guerra de independencia, no en sus saldos trágicos, no en la desestabilización en la que sumió a un país; sino en la grandiosidad de ese patriarca infalible, en su divina virtud, que a la vez nos es tan esquiva. Nuestra condición de mortales sometidos por la fatalidad encuentra en el mito heroico un pulcro refugio. La intervención del padre, el protector, el audaz guerrero, nos brindaría excusas para desdeñar las pacíficas gestiones del ciudadano. Al lado de los brincos con garrocha de esos intrépidos conductores, el paso-a-paso de quienes apuestan a la eficacia de la política luce más bien timorato. El rechazo a la violencia muta así en inquietud de blandengues, la invitación a apelar al logos en pecaminoso inmovilismo.
A expensas de esos mitos se debate el ser deseante, y eso abre grietas en lo identitario, nos hace víctimas de un desacompasado concierto de expectativas en lo político. Ay, la contradicción no puede ser mayor: pues la fortaleza que exhibe el liderazgo surgido en estos tiempos -fruto de la fragua institucional del Parlamento- parece estar recordándonos a cada instante su condición de civilidad.
Pero eso no ha bastado para ahuyentar las quimeras empeñadas en desordenarnos los referentes. El discurso de esa dirigencia opositora, aunque ajeno a las desgreñados modos del liderazgo populista y su vis autoritaria, sigue sin precisar el alcance de su compromiso estratégico, cebando expectativas tan heterogéneas que terminan por restar peso a la cualidad de los procedimientos. El fantasma de la intervención, por ejemplo -delirio en el que se columpia el extremismo, cuyo apego a la adopción de medidas de fuerza arrastra consigo la justificación implícita o explícita de la violencia- se resiste a ser desalojado. A sabiendas del interés de los aliados en la salida política, la posibilidad de un cambio empujado también por la necesidad de una negociación urgente y la exigencia de elecciones libres, vuelve a ser desplazada por el ardor de la insurrección popular, la épica de la calle, el fulminante deadline. Las señas del mito revolucionario, en fin, no dejan de reproducirse.
Entretanto, la crisis nos engulle, aprieta los tiempos. La falta de resultados pide replantear algunas cosas: ¿hasta dónde es posible eludir la obligación ética del presente, mientras seguimos enganchados en las inexactas claves del pasado? Quizás conviene reubicarnos en medio de esa borrasca, exprimir las ventajas de la presión disponible; y fluir junto con las potentes fuerzas que, según Walter Benjamin, empujan al ángel de la historia hacia adelante, hacia el futuro.
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