Publicado en: El Universal
La carrera epistolar de días recientes avivó la discusión sobre la pertinencia o no de las sanciones sectoriales. La puja entre quienes abogan por revisar una estrategia cuyo rigor no movió la aguja del cambio político en Venezuela; y otros, convencidos de que opera como un torniquete que mantiene a raya la sangría autoritaria, impele a recordar dilemas similares. Sanciones como forma de presión a estos regímenes son parte de un menú clásico, “palo y zanahoria”, del cual no escapó, por ejemplo, la Polonia anexada al bloque soviético tras la II Guerra.
A propósito de la imposición de la Ley Marcial en 1981 y la anulación de “Solidarność” como sindicato independiente, Adam Michnik, historiador, periodista y miembro de Solidaridad, escribía: “las voces de la sensatez y la razón no eran numerosas entonces”. La crisis social y política en Polonia alcanzaba picos dramáticos. La desigual confrontación entre el régimen militar de Wojciech Jaruzelski y la oposición liderada por Walesa, lleva a reabrir el zurrón de medidas diplomáticas de contención. El 8 de octubre de 1982, el presidente norteamericano Ronald Reagan decide privar a Polonia de la cláusula de “nación más favorecida” que regulaba el intercambio comercial entre ambos países; eso, entre otras disposiciones que impedirían el acceso a garantías crediticias.
“EEUU no puede permanecer de brazos cruzados”, alegó Reagan, aclarando que las medidas no iban dirigidas contra el pueblo polaco. Las buenas intenciones del sancionador, no obstante, tropezaron con el consabido revés táctico: el “daño colateral” asociado al moderno estado de sitio. Con el aislamiento, la economía polaca se vio severamente perjudicada, asfixiando a las víctimas que inicialmente se quería proteger. El sufrimiento que de ningún modo podía ser ignorado por el liderazgo opositor, pues equivalía al suicidio, lleva al propio Walesa a interceder en 1983 a favor del levantamiento de sanciones. En enero de 1984, un funcionario norteamericano revelaba al periodista de “The Washington Post”, John Goshko: Reagan “no estaba ansioso por hacer nada por este gobierno polaco. Pero que Walesa dijera que esta era la dirección en la que debíamos ir, tuvo un impacto en él”.
Tras reconocer gestos de apertura como la amnistía para 652 presos políticos y el recibimiento de Juan Pablo II en Polonia, y aun advirtiendo que “quedan problemas muy serios; los que siguen encarcelados y los juicios pendientes a miembros de Solidaridad y otros activistas”, el portavoz del Departamento de Estado, Alan Romberg, anunció que EEUU daría el polémico paso. Ese proceso de alivio gradual coronó con un hito relevante. El 16 de octubre de 1986, Walesa y un grupo de intelectuales polacos, asesores de la oposición, activistas de la ley católica y ciudadanos independientes, divulgan un comunicado de prensa pidiendo el cese total de sanciones. La medida, afirmaron, era “indispensable“; Polonia “no podrá salir de la crisis económica sin ayuda de nuestros vecinos y de países industrializados del mundo occidental”. Tal como reseñó The Washington Post, los apoyos al documento incluían al “rector de la Universidad de Varsovia y asesores destacados del primado católico romano, el cardenal Jozef Glemp”. Este último, un enérgico crítico de las sanciones que venía de mantener tensas relaciones con Walesa y el propio Wojtyla.
Lo que sigue es historia de eficacia política. Pese a las resistencias, una transición atada a la recuperación económica y los diálogos de la Mesa Redonda, que permitieron negociar condiciones para elecciones. Algo imposible sin el resuelto desempeño de una oposición consciente de que debía operar políticamente, apelando a su autonomía y fortalezas, no a costa de la privación impuesta a connacionales. Lo cual lleva a preguntar si esa ha sido premisa que pese en el caso venezolano. ¿Acaso promover el debilitamiento económico de un país para aventajar al rival, sin pensar en la agonía de los sacrificados en el tránsito, es un plan éticamente aceptable? Depender enteramente de intervenciones externas, ¿no es admitir que no se tiene talento ni recursos propios para convencer y construir mayoría política, el trabajo que hacia lo interno le corresponde emprender al liderazgo?
Al margen de hechos innegables pero interpuestos como ancla, no como materia que ayude a desatar el nudo gordiano -que la crisis es anterior a las sanciones- la duda que repiquetea es la misma de los firmantes de la Carta de los 25. Aquí, ahora, ¿las sanciones responden al plan para el cual se diseñaron -no un fin en sí mismo, sino medio para la democratización- o más bien mutan en guillotina sin matices? Con algunas señas de liberalización (y un feroz ajuste que ha implicado reducción del gasto público corriente), con un sector privado que para crecer requiere de acceso a mercados globales, quizás sea hora de replantear los términos de la presión, un quid-pro-quo razonable y no lesivo para el ciudadano común. ¿Será casual que la encrespada carta de los 68 pida que se “profundicen las sanciones personalizadas”, pero omita sentar posiciones respecto a sanciones sectoriales que, en efecto, existen y afectan a la nación?
Más allá de la solicitud de revisiones al gobierno de Biden, la carta de los 25 es una imperiosa interpelación al liderazgo nacional. A merced de la transformación acelerada de las circunstancias, ¿cuál es la dirección hacia la cual debemos ir, qué rumbo conviene tomar? En la Polonia de Walesa y Jaruzelski, la heroicidad fue asunto de asunción de responsabilidad y sentido común, de previsión de consecuencias de la acción política. En Venezuela, eso exigirá hablar claramente; abrazar con valentía un debate que, tarde y temprano, debe ofrecer respuestas a un pueblo que sufre, se desgasta, desconfía, espera.