Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
“Todos los animales son iguales,
pero algunos son más iguales que otros”
Georg Orwell
Las alegorías no sólo poseen un sentido simbólico. Más bien, poseen un sentido simbólico porque son la expresión de juicios universales y necesarios, que la voluntad humana va configurando, y que van concreciendo -es decir, que se van concretando- a la largo del desarrollo de la historia. No son, pues, buenos deseos literarios, en consecuencia. Como tampoco las anima la abstracción del deber ser. Son, como ya se ha sugerido, juicios. Y los juicios propiamente dichos -cabe decir, universales y necesarios-, muy a pesar de Hume, no son ni analíticos a priori ni sintéticos a posteriori, sino, como dice Kant, sintéticos a priori. Solo que todo a priori es, en realidad, un a posteriori, un resultado. Enjuiciar, en consecuencia, quiere decir objetar, y la objetivación es producto del hacer, de la actio mentis, de la actividad sensitiva humana. No es lo mismo la Imaginación productiva que la imaginación a secas. En este sentido, Animal Farm, a fairy story, de Georg Orwell, ha creado una alegoría que recoge -sintetiza- la experiencia de la conciencia del calvario del espíritu de la sociedad contemporánea, del cual rebosa, por cierto, la confirmación universal y necesaria del juicio (Ius–Ios).
No puede existir un todo sin partes que la constituyan. Un todo sin partes es, en realidad, una parte. Para que una totalidad sea efectivamente una totalidad histórica concreta, tiene que estar plenada por sus determinaciones. Lo que en ella predomine será lo que haga posible la característica de su composición. El estudio de la especificidad de sus determinaciones es lo que permite comprender el concepto general que la conforma y, a la vez, la idea de conjunto -siempre complejo y no pocas veces contradictorio- tiene que remitirse de nuevo a los elementos que le son característicos, porque son ellos los que dan concreción a su autenticidad. Muy a pesar del empirismo que predomina en el presente, lo verdadero y lo cierto no son “la misma cosa”. Pero no hay verdad sin certeza ni certeza sin verdad. Verum ipsum factum. Una sociedad en la que predomina el quehacer de lo político puede ser que albergue algunos criminales. Pero, en estricto sentido ontológico, su característica esencial no será la criminalidad, sino la praxis política propiamente dicha, como expresión preponderante, esencial, de su existencia. Se podrá decir que siempre han habido criminales dentro del quehacer político. Pero se trata de elementos sueltos, aislados, no determinantes, y para los cuales, la misma sociedad encontrará los medios necesarios de castigo y corrección en función de preservar la totalidad. Pero, ¿qué sucede cuando la sociedad, en nombre de una ficción, de una falsa representación del humanismo, comienza a dejar hacer y dejar pasar los casos particulares de criminalidad, una y otra vez, haciéndose de “la vista gorda” o volteando la mirada en otra dirección? Sucederá que las manzanas podridas terminarán corrompiendo el saco entero, y la relación entre política y crimen terminará por invertirse, quedando el cuerpo político postrado, a merced de la criminalidad. La política termina, de este modo, trastocándose en gansterato.
En efecto, el destino -la bestimmung– de todo totalitarismo es la gansterilidad. Rebelión en la granja es, en este sentido, una advertencia. La obra fue publicada en 1945, es decir, en la línea fronteriza entre la rendición nazi-fascista, la finalización de la guerra -o más bien, de “la política por otros medios”- y la definitiva consolidación del estalinismo en la Unión Soviética. Era, sin duda, su modo de advertir lo que inevitablemente seguiría a continuación, una vez que la insaciable ambición de la bestia totalitaria se pusiera en movimiento. Como pocos intelectuales de su época, Orwell pudo advertir que la corrupción es inmanente al poder omnímodo y tiránico, ese poder tan propio de los regímenes totalitarios. Más bien, conviene decir que el totalitarismo es el necesario caldo de cultivo -el huevo de la serpiente- del sistema gansteril que hoy amenaza con destruir las bases mismas de la cultura occidental. Y, de hecho, su granja es, alegóricamente, la concreta e histórica simbolización del paso de la Rusia zarista, primero, a la revolución bolchevique y, más tarde, a la purga interior que terminaría en uno de los más espantosos, crueles y cruentos totalitarismos. Porque, con los años, el insaciable ancestro nómada, el lobo estepario transmutado en cerdo, termina mostrando su rostro, más allá de los aparatos de propaganda, del derrumbe de los muros y de las banderas rojas o de los llamados a la confrontación en nombre de los más humildes y desposeídos.
Todo pareciera indicar que la sociedad del presente -eclipsada por el sueño dogmático de la ratio virtual y la narcodependencia- se dirige frenéticamente a la granga solariega de Howard Jones, para expulsarlo, expropiarlo y dar cabida a la instauración de un régimen gansteril, la “fase superior” del totalitarismo. Nadie ponga en duda las extraordinarias habilidades de los cerdos, sobre todo en aquellos casos en los que se pretende canjear un voto por un pedazo de pernil. Napoleón -el despreciable cerdo regordete y chillón que dirige la narcogranja, siempre rodeado por sus perros de paja, ya lo había advertido: “el que no vota no come”. O no tendrá “veinte o treinta días con gas”. El gansterato es, después de todo, una forma de nombrar a la miseria humana.
Los veinte años que van de siglo XXI parecen convalidar el argumento según el cual la historia vuelve a repetirse. Sólo que, esta vez, no como comedia, sino más bien como tragicomedia, como una tragedia cómica y a todas luces vergonzosa. El trabajo de la razón crítica e histórica consiste no sólo en denunciarla -en sacudir las flores que recubren las cadenas-, sino en demostrar que ha llegado la hora del juicio, a fin de terminar con la insana bacanal del crimen, especialmente en nombre de los hijos y de los nietos de un mundo que merece ser decente, próspero y auténticamente libre. Un mundo que tiene la obligación ética de recuperar la totalidad del quehacer auténticamente político.
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