Publicado en: El Universal
Los héroes no necesitan preocuparse por gestionar sus fracasos. Los héroes son prácticamente inmunes a los efectos de sus desbarros porque, aunque hayan incurrido en ellos, el imaginario colectivo que los acoge es ducho en borrar la evidencia, la fea mácula, en habilitar la leyenda y luego petrificarla, dotarla de vida eterna. El mito viene así tanto a llenar vacíos como a desalojar exactitudes; a dar refugio al inquieto, no menos angustiado inconsciente. Una suerte de “encarnamiento” cohesionador que, según Mircea Eliade, respondería a nuestros más inconfesables deseos y temores.
Ah, pero si los héroes se pueden dar el lujo de trascender la penetrante mirada del momento, de regenerarse en las vísceras de la tribu, de atenuar sus humanas miserias al punto de parecer dioses, los líderes políticos no. En atención a los rigores de la realidad fáctica, del implacable hic et nunc, gestionar el fracaso es en política no sólo praxis vital, sino rutina insoslayable. Un punto de inflexión para calcular el siguiente paso.
Cabe pensar, por tanto, que tal tarea no podría abordarse sin antes transitar por aquello que el escritor Armando Rojas Guardia asimilaba a una madura y profunda consciencia del fracaso. Y es que, según afirmaba, lo que prevalece entre venezolanos es un sentimiento vinculado a “lo fallido, lo truncado, lo abortado, lo desgarrado, lo desviado”. Algo que en gran medida atiende a una autoestima nacional crónicamente eclipsada por la comparación, apenas respirando bajo la sombra de un pasado sembrado de próceres y sus intrépidas gestas.
Precisamente, he allí el lastre, la carga que toca exorcizar. Pues anclarse a la psicología del héroe significa vivir “permanentemente retrotraídos a nuestra adolescencia republicana, negarnos a salir de ella”. La obligación con el épico insight, lejos de ayudar a reconciliarnos con lo posible, a encontrar virtud en el modesto logro, nos condena a la frustración perenne: “todos nos sentimos disminuidos porque no nos percibimos héroes”. No alcanza proyectarse como el solvente conductor/miembro de un equipo, entonces: el impulso –siempre malogrado- será a copiar el egótico, pre-político afán del héroe.
La sospecha, claro está, es que ese imaginario utópico e invalidante -que a modo de ricorsi histórico irrumpió junto a Chávez para revocar el proyecto de una sociedad democrática, una sociedad moderna- hoy está haciendo estragos. Desde entonces, nuestro ethos político vive a merced de la confusión, del desarreglo. Y eso no sólo explicaría la resistencia de actores políticos a reconocer sus pifias y limitaciones, a procurar la asociación con los distintos o cerrar la brecha entre el bello deseo y la desdentada realidad. También anticipa los extravíos de una ciudadanía que presa de la incertidumbre y malacostumbrada a la traílla de la heteronomía, se entrega al vicio de demandar salvadores, a subestimar la efectividad del quehacer político.
La dinámica se vuelve agotadora, por previsible. Un gobierno forjado en las tramoyas del ideal heroico -ese que se abre paso glorioso entre cadáveres y escombros- pulsa las teclas de la disposición a la gresca, y enseguida vuelan soflamas que restriegan el “¡nunca!”, armas arrojadizas exhibiendo los ardores del eterno adolescente. Como si tal incendio bastase para disculpar lo fallido (dislates como los del 30A y Gedeón retratarían, justamente, esa fascinación por la temeridad del héroe romántico) la tentación es a desacreditar mapas con posibilidad cierta de llevarnos a algún puerto, que trasmuten progresivamente la vista del fracaso. El apetito por la inmediatez, en fin, no nos suelta.
A merced de este paisaje, ¿acaso sorprende que el paradigma del “país perdido” y su correlato, el de un pueblo apocado, encaje su cuchillada en la idiosincrasia? Tras tanto ensayo y error de quienes a diferencia de lo que Nietzsche preconizaba, tampoco han estado “a la altura del azar”: ¿no convendría más bien revertir ese sentimiento de insuficiencia -tan favorable a los designios de los autócratas- que le quita fuelle a la ciudadanía, que la sepulta bajo la autosugestión del “solos no podemos”?
En ese sentido, insistimos, adquirir consciencia del fracaso parece fundamental. Esto es, re-conocerlo como realidad y re-conocerse en él, sin apelar a subterfugios, sin ensimismarse en su dolorosa asunción, al mismo tiempo. “La única manera de revertir la negatividad de nuestro sentimiento de fracaso es encararlo, no reprimiéndolo, ni disfrazándolo, ni edulcorándolo con nuevas posturas épicas que nos alejan de nuestra realidad histórica truncada”, decía también Rojas Guardia. Se trata de plantarse ante el estropicio y convertirlo en kairós, en “tiempo justo” y equilibrio, oportunidad creadora para repensarse en aras de lo posible.
El apremiante llamado merece ojos y oídos atentos. Lo que la psiquis no procesa adecuadamente, advertía Freud, no sólo tiende a reaparecer, sino que lo hace armado de potencial destructivo… ¿no tendrá eso algo que ver con todo lo que hemos vivido? En todo caso, vale la pena ver en esa re-apropiación de la realidad una ocasión para la sanación, para estimar el potencial del avance comedido, para ir conjurando el daño que en nuestro imaginario ha acumulado el espejismo, la afición al sueño diurno. He allí la ruta no-épica que llevaría a “salir de la cháchara, de la panoplia, de la frivolidad”, coronaba el poeta Rojas Guardia; ruta “hacia el paladeo gustoso de nuestros límites, nuestra menesterosidad, nuestra indigencia, para transformarlos en creatividad espiritual y madurez salvadora…”
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