Por: Jean Maninat
Hasta hace nada, la guerra era algo que le sucedía a otros, a pueblos con vestimentas “exóticas”, cerradas a cal y canto con un burka negro ellas, de turbante y agrestes barbas ellos, o entre niños andrajosos portando uniformes de adultos y un fusil de asalto Kaláshnikov, ferozmente fingiendo ser soldados.
También asomaba la guerra desde el pasado documentado, y veíamos como magníficas y exquisitas ciudades-monumentos eran minuciosamente destruidas, y a fantasmas merodeando entre sus escombros, vestidos con una pobreza en blanco y negro del siglo pasado. No, esos no somos nosotros, nos decíamos con cierto alivio.
Si acaso la guerra de los Balcanes nos pegó algo más cerca, pero la hoy disuelta República Federativa Popular de Yugoslavia quedaba lejos, en uno de los tantos paraísos socialistas -este con modo de ser propio- tan poco atrayentes como los cacharros que recorrían sus calles. Los nombres de las repúblicas que una vez la constituyeron, Bosnia-Herzegovina, Croacia, Eslovenia, Macedonia, Montenegro y Serbia sonaban a reinos antiguos, que tenían por costumbre sacarse la mugre entre ellos desde tiempos inmemoriales. Ah… y también les daba por cultivar la pulcritud étnica, especialmente con sus poblaciones musulmanas.
Las tropas integradas por “nuestros muchachos” eran enviadas a combatir a lugares alejados -en guerras de incierto destino- cuya topografía, arquitectura y pobladores no hacían más que recordarnos lo lejos que estaban, lo diferente que eran, y lo protegidos que estábamos nosotros y nuestras familias, a salvo de tanto humo y metralla, frente a los noticieros vespertinos. No, definitivamente no son gente como uno.
Solo cuando “our boys” regresaban enfundados en bolsas negras de hule, nos rozaba la idea de que esa guerra podía tener algo que ver con nosotros. Pero la carta con la fatídica noticia siempre llega, nos figuramos, al buzón del vecino, nunca al nuestro.
La invasión de Ucrania, la guerra de Putin, o como se le quiera llamar, parece que sucediese en el barrio, urbanización o condado vecino. Vamos al mapa y vemos lo alejado que está Kiev, digamos de París, Londres o Lisboa. Sin embargo, todo parece tan familiar, tan cercano para una mirada occidental, o ¿eurocentrista?
La gente, las ropas globalizadas, la arquitectura, el transporte, todo nos susurra algo cercano, conocido. ¿Esa moto que huye veloz, entre el humo, es un Rapid? Las muchachas que preparan bombas Molotov enfundadas en coloridos abrigos de material sintético que semejan al muñeco de Michelin, ¿son solidarias desde Londres, o en pleno Kiev asediado? ¡Mira pero si es gente como uno! ¡Qué horror!
Aferrados a pantallas de todo tipo y tamaño, atentos en nuestras salas situacionales caseras, constatamos que lo que supusimos que nunca más veríamos,una nueva guerra en territorio europeo, se despliega con una fuerza quirúrgica e impredecible.
Sobran los análisis de excelente factura, y bajo cada tecla de computadora acecha un experto en geopolítica. Por ahora, solo se puede constatar la inmensa insensatez que anida en las cabezas de gente… como uno.