Lunes de un carnaval pasado por agua. Suena el celular. Número desconocido. Atiendo. Por la voz intuyo que mi interlocutora es joven e inexperta. Su tono revela un entusiasmo sin profundidad. Me pregunta si yo soy Soledad Morillo Belloso. Le respondo que sí. Me preparo para decirle, con gentileza, que no voy a comprar nada de lo que quiera venderme. Pero me espera una sorpresa.
Se identifica como miembro del staff de la revista xxx (me reservo el nombre de ella y de la revista). Me cuenta, muy emocionada, que ha sido encargada de hacer un reportaje “muy importante” (sus palabras). Presiento que como ese medio es del tipo “glam”, en lo que sea que estén pensando, es poca la cabida que puedo tener.
Me cuenta -con voz todavía más cantarina- que se trata de un reportaje sobre un grupo de mujeres venezolanas, que en la lista estoy yo. ¿Yo? No imagino por qué. Continúa en su perorata. Demasiado larga. Habla más que radio prestao’. Tanto que voy a la cocina y me sirvo un café. Salgo al balcón, para no estorbar a mi marido que escucha en la radio las actualizaciones sobre el desastre en Ucrania.
Sigo escuchando, pacientemente. Me explica que junto a mí en la lista, que ella califica de “muy especial”, están Fulana, Sutana, Mengana, etc. Ajá, el asunto es generacional. Las que me menciona rondan la misma edad. Abunda en detalles. “Mujeres, venezolanas…” Y ahí me suelta el verbo y el predicado “… que fueron bellas.”
“Es que conseguimos una columna de un periódico viejo, de hace muchos años – alarga fonéticamente el muchos- en la que la resaltan como una de las más bellas y prometedoras de su época… y nuestro reportaje se va a titular así, Las mujeres que fueron bellas, y quisiéramos que se acerque para hacerle una foto como está hoy. Le acabo de mandar a su WhatsApp la foto de aquella columna…”.
Huelga decir que casi caí en un ataque de tos de esos que ahorcan la epiglotis.
Recuerdo aquel asunto de esa columna a la que hace referencia. Omar Lares, un periodista muy connotado y simpático, tuvo la gentileza, que yo no merecía, de destacarme en su lista anual de mujeres prometedoras. Y publicó una foto. El asunto tuvo varias consecuencias. Mi papá, que era un hombre muy hosco, montó en cólera. Había ido a una reunión de trabajo y en ella le enseñaron el periódico y le comentaron “Pero, Pancho, qué belleza tu hija”. En la noche me llovió regaño bíblico porque “qué vergüenza mi hija en semejante frivolidad”. Como si fuera culpable de algo o aquello fuera un delito. La segunda consecuencia fue caer en el chalequeo inclemente de todos mis amigos, quienes por meses estuvieron burlándose de mí como bien les vino en gana. Pero por esa foto me llamaron de una compañía de cosméticos y maté un tigre siendo la modelo de sus folletos de venta, en cuyas páginas aparecían close ups tan cercanos que no podía distinguirse que era yo, con lo cual pude escondérselo a mi papá quien jamás me hubiera permitido ser modelo de ninguna campaña, a pesar de que yo trabajaba en publicidad. Con ese tigre que maté pude comprarme un carro.
Me excusé con la muchacha y le inventé una justificación para declinar estar en ese reportaje. En la noche, luego de darle de cenar a mi marido y habiendo podido pintarme las canas (al fin hubo agua suficiente para ese espinoso asunto de sacarse el tinte), me miré al espejo del baño. “Dios, esa arruga no estaba antes…” y me largué a llorar cual Magdalena en Semana Santa. Creo que drené todo lo que tenía atragantado durante estos años de pandemia en los que, equivocadamente, creemos que los sufrimientos por las pérdidas forman parte del paisaje y no es así. Los dolores se nos apilan.
Las mujeres que fueron bellas. Fueron. Tercera persona del pretérito simple del Indicativo.
Al día siguiente compartí el episodio con familia y amigos mientras lloraba, pero de la risa. Mi marido, pragmático como es, me dijo: “Pues, con no verte en el espejo tienes, porque total yo, cegato como estoy, ni te veo ya”.
No sé si eso de calificarme de bella fue la opinión de Omar Lares, quien me tenía mucho cariño. no sé si alguna vez fui bella y, si lo fui, cuándo dejé de serlo. La belleza es algo muy relativo. Sé que he vivido, a tope. Que no he andado de turista por la vida. Y que mis arrugas son más por risotadas que por llantos, aunque de ambos ha habido en cantidad.
Como yo nada tengo que ocultar, va la foto de aquella columna de Omar Lares (en el cuaternario de mi vida) y una de hoy. Brindo por mí y por mi vida exagerada. Ha valido la pena.