Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
“El infierno está vacío. Todos los demonios están aquí”. William Shakespeare.
Frases edificantes, propositivas, esperanzadoras, plenas de creación y de la más auténtica de las libertades individuales, según las nuevas formas de expresión propias del lenguaje de estos tiempos de inclusiva positividad y exclusivo desgarramiento. Esas que, con tanto fervor, la psicología instrumental contemporánea y los mass media -las redes- avalan, divulgan con frenético entusiasmo y habitúan recomendar, a fin de poder lograr la mayor de las felicidades posibles para la gran cadena -de montaje- del ser social. Nunca una época fue más feliz con sus memes y, en consecuencia, con su pobreza de Espíritu. Además, tómese en cuenta que existe nada menos que el “Megaverso”, el “TiKToK”, el “Only-fans” o el mayor de los géneros musicales de todos los tiempos, esa maravilla de la que Bach, Mozart, Beethoven o Paganini, sin duda, llegarían a sentirse avergonzados: ¡el insuperable reguetón! ¿Y cómo no sentirla, frente a ese posverdadero gigante llamado Bad Bunny, por ejemplo? ¿O cómo podría justificarse el pobre Mahler frente al megauniversal virtuosismo y la retorsión de esos titanes de la música actual como Ozuna o Don Omar? Y eso -a propósito de la toxicidad- para no hablar de esa otra auténtica revelación musical -digna representación de la más exquisita decadencia- como la bachata de Prince Royce y de Romeo Santos, ese Shakespeare de la era de la posverdad. Una joya que sobresale en medio de tanta mediocridad. Habrá que olvidarse de los boomers definitivamente, enterrar de una vez por todas el recuerdo de esos “muertos vivientes”, Pink Floyd, Genesis, Yes, Emerson, Lake & Palmer, Doors o Ten Years After, entre otros, y asumir esos grandes valores del presente y repetir con alegría: “¡Venezuela se arregló!”.
El gran problema que, sin duda, enfrentaría hoy Karl Marx consigo mismo es que no solo no sería marxista -como, de hecho, en algún momento se vio en la necesidad de afirmar-, sino que, además, consideraría que ni el proletariado ni -¡mucho menos!- el lumpen, podrían llegar a ser el vehículo adecuado -dialéctico- para poder salir de la prehistoria humana y conformar una sociedad de ciudadanos, justa y auténticamente libre. Todo parece indicar que ya no. Como el de los Beatles, el tiempo de Marx parece haber concluido, por lo menos desde el punto de vista característico de una sociedad que ha logrado prefabricar el orden social a la luz de las lámparas “led”, las luces de neón, las pantallas de los móviles y de los procesadores. Aquiles Nazoa afirmó en su momento que los fantasmas decimonónicos huyeron de las ciudades cuando llegó la electricidad. Nunca se imaginó el poeta que la excesiva luminosidad que hoy se exhibe los traería de regreso, desde las lúgubres miserias de una menesterosidad espectral.
Para Marx, la lucha por una jornada laboral de ocho horas y la conquista de un período de tiempo de ocio, indispensable para el descanso y la expansión del espíritu del trabajador, representaba una de las grandes conquistas del movimiento revolucionario de su tiempo. A menos que se hable de los despotismos orientales, en las más diversas sociedades del presente la jornada laboral es, en términos generales, de ocho horas y el tiempo de ocio se ha ido transformando en la gran industria del Free time. Todos tienen, en términos generales, pleno derecho de disfrutarla. Es verdad que quien haya prestado algo de atención al funcionamiento de la cotidianidad propia de la sociedad contemporánea -especialmente de las que presentan mayor desarrollo de sus fuerzas productivas, aunque no exclusivamente-, tendrá que confirmar la autenticidad de aquellas líneas introductorias del Manifiesto de Marx en las que, históricamente, la sociedad burguesa alineara sobre su gran cadena de montaje, con sorprendente precisión, las más diversas actividades profesionales, al punto de transformar “al médico, al jurista, al sacerdote, al poeta, al hombre de ciencia, en sus obreros asalariados”. Pero, a diferencia de lo que ocurría en el siglo XIX, el proletariado del presente -de nuevo, en términos generales- vive en condiciones muy distintas y muestra una holgura que el propio Marx -¡oh, sorpresa!- consideraría no sin estupor. Y, por supuesto, su tiempo libre está debidamente garantizado para su merecido ocio.
Decía Marx que el tiempo de ocio era propicio para dedicárselo a la pesca, la pintura, la lectura, la música o la poesía. Es el privilegio de una vida desahogada para enriquecer al Espíritu, a fin de cuentas. La pregunta que surge inevitablemente con el Free time del ser genérico -del proletariado- del mundo contemporáneo es para qué sirve, en una sociedad mundial que ha terminado por imponer patrones de comportamiento regulados y modelos de vida preconcebidos que trastocan el tiempo libre en sobretiempo laboral. En una expresión, el hastío laboral del cual los individuos anhelan liberarse en las horas no laborables termina por convertirse en una prolongación de tal hastío. La pesca, la pintura, la lectura -si la hay-, etc., se transforman en actividades reguladas y sistemáticamente prestablecidas, en una gran industria que perfectamente puede llegar a producir, incluso, mucho más ganancias que las del tiempo laboral. De modo que el llamado tiempo libre ha devenido no solo una extensión inconsciente de la actividad laboral, sino la redundante conversión de los individuos en seres condenados, profundamente rotos en su interioridad, limitados en sus auténticos deseos, capacidades e iniciativas creativas, objetos y no sujetos de su propio destino. La liquidez registrada por Bauman va en sentido contrario a la del río de Heráclito. En el caso venezolano, las cosas han llegado al punto de que al régimen le interesa más mantener el mayor free time posible de los trabajadores públicos que su tiempo de trabajo necesario, pues a mayor enajenación mayores son las ganancias. Es evidente, bajo tales circunstancias, que para la gran masa resulte un tanto turbia la diferencia, por ejemplo, entre Romeo y Julieta, de Shakespeare, y Romeo Santos. O que se llegue a la convicción de que exista un gran compositor llamado Ludwig van Badbunny. En el fondo, todo se repite, una y otra vez, indeteniblemente. Los “hilos” del meta-versado Instagram o del Tik Tok se han vuelto tan tediosos y previsibles como el viejo Nihil sub sole novum. Valdría la pena preguntarse por el fin de este “agujero negro” que ha empobrecido tanto al Espíritu del tiempo. Quizá como nunca antes en la historia.