Por: Jean Maninat
La fascinación por el Vaticano y sus resguardos, por su poderío espiritual, por la magnificencia de sus tesoros, por los vientos de historia antigua que recorren sus pasillos, por sus rencillas intestinas, por los bandos que se agrupan para conspirar susurrantes unos contra otros y por el sumo pontífice, el papa, la persona que rige -o mejor dicho, intenta regir- sobre tan complicado tinglado espiritual y terrenal para ejercer el maravilloso oficio de pastorear almas nacidas con la inclinación congénita (original) para extraviarse en el pecado, ha llenado infinitas páginas escritas por dedos laicos o creyentes, pero siempre deslumbrados.
Cómo no haber acunado una quimérica atracción por el Vaticano y sus delicias, cómo no salivar con las intrigas entre los Colonna y los Orsini, nobles familias, reservorios de cardenales papabile según nos evoca Mujica Láinez en Bomarzo, .o cómo no maravillarse con las maquinaciones entre bandas cardenalicias que llevarían a siete papas a residir en Avignon, tan cerca del foie gras y tan distante de Roma, y qué decir de los sesenta años de locura y destape renacentista (1470 a 1530) que vieron pasar cardenales mundanos que luego alcanzarían el papado en medio de un festín sensual y vanidoso que dañó profundamente el talante espiritual de la Iglesia, tal como nos relata Barbara Tuchtman en un capítulo de su singular y divertida obra, La marcha de la locura.
Desde su elección el papa Francisco se ha visto sumido en una polémica que no cesa, alimentada por las declaraciones -más acerca de lo humano que de lo divino- que han caracterizado su mandato. Hay quienes aseveran que bajo el solideo lleva grabada la cifra 666, y quienes defienden que su elección ha acercado más a la Iglesia católica a las aceras de los de a pie, de los más débiles . Ha surfeado con pericia los señalamientos de negligencia frente a las acusaciones de pederastia que castigan a las autoridades eclesiásticas, y ha puesto orden en las tradicionalmente opacas finanzas de la institución. Ha “modernizado” sus prácticas para malestar de la curia más conservadora, sin despertar el entusiasmo de la juventud que tanto refrescaría a la congregación de los fieles. A nadie parece dejar contento.
Luego de su incomprensible silencio sobre la persecución y arresto del obispo de Matagalpa, Rolando Álvarez, manifestó con motivo del rezo del ángelus: “Sigo con cercanía, con preocupación y dolor la situación que se ha creado en Nicaragua que afecta a personas e instituciones…”. Lo de utilizar personas e instituciones, al referirse a un obispo y a la Iglesia católica que él dirige por mandato divino, es de una tibieza que no se compadece con el arrojo de su verbo cuando habla de cosas menos significativas. No se entiende.
Quizás este mal trago, este episodio terrenal, permita a una institución fundamental como la Iglesia católica, comenzar un proceso de reflexión que le permita revisar su quehacer en la tierra, recuperar la espiritualidad menguada y recobrar el prestigio intelectual que una vez la caracterizó. Si se logra, el traspiés del papa Francisco habrá sido -paradójicamente- su gran contribución a fortalecer la fe de los católicos en su Iglesia y la admiración de los no creyentes por su inconmensurable obra histórica. Veremos.