Por: Jean Maninat
Por alguna razón que podrían explicar quienes estudian y trabajan la mente humana, una de las imágenes gráficas más socorridas para representar la locura es la de alguien que se cree Napoleón, y deambula por su ciudad con una botas de media pierna, una mano elegantemente deslizada dentro de la ornamentada casaca, mientras la otra sostiene casi al desgaire el bicornio que es su inconfundible seña de identidad.
Echarle la inmensa broma a una criatura de bautizarlo Napoleón y sentarlo en tardes interminables en la sala de la casa a relatarle los hechos y milagros del inconsulto homónimo, es un acto de proyección parental comprensible; pero exigirle en cualquier diatriba doméstica que viva a la altura del nombre que lleva a cuestas (¡Caramba Napo, hazle honor a tu nombre y ayuda a tu mamá con los platos!) es, lo menos, un acto de desamor filial, cuando no de descarnada crueldad psicológica infantil.
Pero, convengamos que se puede estar piantao, piantao e ir por las calles con medio melón en la cabeza y las rayas de la camisa pintadas en la piel… eso sería totalmente inofensivo y hasta tierno; pero pretender que la figura de un presidente alterno tiene la capacidad real para ejercer el poder en toda su dimensión es antes que nada un acto de naiveté verdaderamente conmovedor.
¡Asuma usted con valentía la responsabilidad que su alta investidura implica! Se le recrimina a quien ejerce tan precario cargo, sino convoca a las fuerzas expedicionarias extranjeras para poner fin a la terrible situación humanitaria, o moviliza submarinos atómicos bajo banderas estrelladas, o enciende la curiosidad de satélites espías con un chasquido de los dedos.
Se exige la reincorporación al Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) de forma inmediata, como si de reingresar a la junta de condominio se tratara, o que se decrete el “cese inmediato de la usurpación” sin titubeos colaboracionistas. Voluntad pura. Es un mundo paralelo, sin asidero real en la política, prendido con los alfileres de una retórica de evasión, que supone que con nombrarlas las cosas cobran vida. Pero inevitablemente el curso escolar termina, y hay que hacer el balance de lo logrado.
Los retos están allí, al frente, anunciados por la nomenclatura gobernante, nadie puede darse por mal informado, salvo que se reclame un despiste congénito, un glaucoma que nubla la visión política. Mejor entonces tener listo el apareo democrático, aceitar las maquinarias electorales partidistas, convencer de nuevo a la gente, prepararse para defender lo poco que se tiene y obtener lo mucho que se pueda lograr.
Claro que se puede vivir de ficciones, exiliarse de la realidad, fundirse con el personaje, creer que el mantra sí funciona, que vamos bien, que las órdenes repetidas alguien las cumple, que el fin es inminente, que el día del juicio final fue ayer, que estamos del lado correcto de todas la historias. Que, que, que…
Yo se que estoy piantao, piantao, piantao, no ves que va la luna rodando por Callao.
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