Publicado en: El Universal
Algunos afirman, con razón, que en política es más fácil diseccionar el pasado con maña de forense que descifrar el síntoma y anticipar la curación. Luego del 21N o del señero logro barinés -dos momentos, dos ánimos distintos, dos episodios de un mismo texto- eso no ha faltado. Captar algo de ese futuro, no obstante, movedizo y todo como es, luce tan seductor como necesario. De hecho, el talento de quien supo mirar más allá y hoy ratifica sus barruntos -razón práctica, olfato; “Metis” mediante, dirían los griegos- es precioso para el político.
Todo eso lleva a reparar por enésima vez en el asunto de la estrategia; ese arte de “vencer al mínimo costo”, dice Raymond Aron. Siguiendo a Clauzewitz, entre otros -lo cual implica no morir ahogados en la lógica elemental de la guerra- dilucidar no sólo el campo de los conflictos de intereses sino identificar con anticipación los elementos favorecedores, llevaría a adecuar los medios y objetivos de dicha estrategia. Objetivos que son, en fin, proyecciones deseables del futuro. Modelos, aspiraciones, fuente de riesgos, también, pero con algún potencial de realización. He allí una clave para bordar ese mañana en botón. Sin ingredientes mínimos de viabilidad ni genio para vislumbrar el imprevisto y sacarle provecho, toda construcción de expectativas quedaría en simple ejercicio de imaginación. Apasionante, sí, hasta gozoso; pero condenado eventualmente a la intrascendencia.
Hacer cálculos sobre ese futuro pide afinar la lectura del aquí y ahora. Pero sin olvidar que el presente hereda un pasado que importa superar y conservar, a un tiempo (comprender, precisa Hegel); que su despliegue bien puede o sembrar minas explosivas, o semillas aptas para la germinación y el aumento. Esto es, elegir entre vértigo y espera, choque o cultivo. Poner a competir el socorrido “¡vete ya!” del Salidismo o retomar la sinuosa marcha de las reformas desde dentro del sistema, propia de lo electoral. Revivir la dolosa bandera del “cese de la usurpación”, entrampados en un Revocatorio con mismas desventajas de los anteriores y sin las ventajas de una sociedad movilizada; o asumir que un cambio sustantivo de reglas de juego exige tiempo para enderezar lo que trastabilla desde la base. Todo esto, naturalmente, sabiendo que se lidia con la dificultad de la mudanza desde un modelo autoritario a uno democrático: la generación de incentivos idóneos para los decisores y el convencimiento de que el costo del cambio es preferible al de no asumirlo.
Penosamente, en ciclos con arremetidas claramente identificables (2002 a 2005; 2014, 2017 a 2020), tomar decisiones a contrapelo de la situación en lugar de fluir con ella ha sido una constante entre la dirigencia opositora. Sobre la disposición a tomar aire y pertrecharse antes de dar próximos pasos, parece dominar la pulsión del eterno retorno, el mundo que urge extinguir para re-crearlo. Comenzar de cero, con brío adolescente; barrer la historia previa sacrificando con ello el aprendizaje, las ventajas de la maduración, el pequeño avance que abona a la transformación, no deja de seducir a nuestros políticos. El valor de los tiempos, crucial para optimizar la estrategia, vuelve a minimizarse. La paradoja es que, tras el ilusorio salto, la siega del fruto verde, está el atasco recurrente en un pasado que no se supera.
El debate sobre el revocatorio revive esos dilemas. Entre algunos, el foco sobre el deseo, sin condiciones objetivas que lo blinden –“es casi imposible: pero hay que intentarlo”– remite al voluntarismo teológico de rigor, “Fuerza y Fe”. Pero además, ofrecería continuidad táctica al plan de ruptura y sustitución súbita del statu quo que esgrimió el sector afín al Interinato, hoy amenazado por la dilución. Aún distinguiendo en el RR el claro enunciado de un derecho constitucional, el problema -de nuevo- es su viabilidad, su costo; el peligro de retroceder, todavía más enclenques, al punto de partida.
Cabe preguntarse si luego de tanto yerro que acabó en atomización y reducción de la capacidad de agencia política, de tanto compromiso irracional y negación a reconocer la existencia rotunda del adversario, queda fuerza para gestionar los “quién sabe” de otro desvío. O cómo trajinar con una normativa manoseada por la Sala Electoral, o sin instancia de coordinación opositora. O por qué sí habrá ánimo esta vez para desafiar condiciones hostiles y no lo hubo para participar, con potencial más nítido, en 2018 o 2020. Amén de recoger 6.248.864 mil firmas y asegurar más de 6.200.000 votos, ¿bastarán menos de 3-4 meses (omitir la previa recolección del 1% de firmas recortaría sensiblemente el cronograma) para revertir el desmantelamiento opositor, para acordar un itinerario sólido?
Es tentador mirar en el pico barinés un asidero y descuidar el bosque, la anemia que el 21N puso de bulto. Así que volvemos a lo sabido: el cuerpo disminuido necesita recuperarse. Lo otro es fascinación por el espejismo. Entretanto, urge ocuparse de dar sostén y estabilidad al cambio que se ansía. Democratizar instituciones desde sus bases para, que inmunes al bebedizo clientelar, destierren los vicios del reparto de cuotas de poder o de imposición de liderazgos sin aval.
A santo de ese plan de largo aliento para fraguar desde ahora, recordamos las reflexiones de François Jullien sobre la eficacia: “La gran estrategia no tiene golpes de efecto, la gran victoria no se ve… la estrategia es lo contrario del Heroísmo”. Explotando un potencial de forma progresiva, con criterio de duración y sin subestimar el riesgo de fracasar, quizás el beneficio previsto -la democratización, una y otra vez malograda- tenga mayores chances que un nuevo impulso hacia la nada.