Evitar el naufragio – Mibelis Acevedo Donís

Mibelis Acevedo Donís

Publicado en: El Universal

Por: Mibelis Acevedo Donís

El reciente análisis de coyuntura de Datincorp (agosto 2020) le toma el jadeante pulso a un país muy distinto al de 2015. Distinto, incluso, al que teníamos en 2019. Lejos de la tenaz percepción de que el cambio político era viable en lo inmediato, un 56% hoy piensa lo contrario. Menudo suplicio: tener hambre y sed, como el deseante Tántalo, pero dar por sentado que el fruto o el agua están fuera de nuestro alcance. Síntomas, quizás, de esa resignación que tritura el impulso vital de los pueblos. La expectativa parece haber caído desde un piso elevado, empujada por una realidad que no se cansa de mostrar su agria mueca. Aplastada, entre otras cosas, por el peso de promesas no cumplidas, construidas sobre pisos movedizos e inciertos.

La confianza en las capacidades del liderazgo ha rodado también en la embestida. Amén de la caída del reconocimiento a Guaidó como “presidente constitucional” (16,21%), otras cifras dan cuenta de la merma: 48,87% dice tener “poca confianza” en los líderes y 38,51% dice “ninguna confianza”. Datos que confirman que en política, para creer, hay ver: la sola fe no alcanza.

De cara al 6D, el paisaje de desafección preocupa doblemente. Sacudir la postración que se acomoda en pechos y estómagos demanda líderes creíbles, sin duda, dispuestos a abrazar “la vida en la verdad” y expresar con ello su legítima inconformidad, como bien sostenía Havel. Pero sobre todo, líderes conscientes de que una multitud sin conducción clara cuando la opresión ahoga, una multitud despojada de alma, sólo nos remite a los derroteros de sociedades que claudicaron a priori, disuadidas por la idea de que, no importa lo que hicieran, sus verdugos siempre podrían más que ellas.

El tiempo transcurrido a merced del “falta poco, apenas días”, de ofertas atadas a cálculos fantasiosos, del “solos no podemos” y la desesperación como pretexto para efugios que prescinden del poder inteligente, de la fuerza serena y cuantificable de la mayoría, ha dejado sus tajos, nos desangra. Se traduce en escepticismo, primero; luego en desmovilización. Al final, en certeza de que la posibilidad de cambio está fuera de ese espacio que, según Arendt, nace en el entre-nos; de que una mejora no dependerá de nuestro concurso sino “de la amabilidad de los extraños” (como admite una decadente Blanche DuBois al descubrirse sin salvadores, sin amor ni orgullo. Sin nada.)

Que todo ello haya cebado el descrédito de la política en el momento de mayor rechazo al gobierno, es una calamidad. Que el sectarismo opositor (ahora escudado en el “únase o apártese”) haya impedido gestionar aguas adentro esa vigorosa instauración del desacuerdo –Rancière dixit– propia de la racionalidad política, de la interacción del “ser parlante”, degrada todavía más el panorama. Pero que, al margen de la crisis sin precedentes, del abatimiento general, del conatus repetidamente vaciado, de la urgencia de salvar a venezolanos cuya humilde aspiración es sobrevivir un día más, algunos planteen pactos unitarios para prescindir de una arma vital de lucha y protesta en manos de ciudadanos desvalijados, asoma una temible dislocación. Cabría pensar entonces que al problema se sumó la crisis de auto-confianza de quienes nos conducen: enfrascados en criterios técnicos que diseccionan la indiscutible, pavorosa anomalía, sí, pero distantes de la obligación de apelar a esa rebeldía responsable de la que habla Felipe González. Esa que lleva al “político inadaptado” a desafiar las circunstancias, –como en Bielorrusia lo hace la oposición al brutal Lukashenko, por cierto- a encontrar alternativas que permitan reconectar con el estado de ánimo colectivo. Y a sacudir la inercia, en fin, el espejismo de propuestas lampedusianas que nos dejan en el mismo punto y sin opciones.

Si bien las encuestas ofrecen brújula para ubicar la hondura de una desconexión/castigo que, por lo visto, amilana a muchos, lo relevante en este caso es preguntarse qué hacer con eso, cómo evitar que la pulsión tanática nos salte a la yugular y nos inmovilice. De eso se trata resistir, hacer oposición activa a la seducción de la no-existencia, de la vuelta a la nada. No recurriendo a la salida que de antemano se sabe cerrada –como esta tauromaquia jurídica que ahora impulsa consultas no vinculantes para, sospechamos, avalar la continuidad de una AN constitucionalmente fenecida- sino comprometiéndose con la enfocada pulsión de auto-preservación. De allí la necesidad de esa irreverencia, de esa disposición a romper con los moldes, “a hacer cosas fuera del guión, a desafiar lo esperado y los apoyos en las encuestas”, insiste González.

Provistos de esa convicción, resulta indispensable restaurar el valor del voto como instrumento de cambio, especialmente en contextos de autoritarismo caótico como el que azota a Venezuela. La razón nos indica que allí hay una oportunidad clara no sólo para: 1) subirle a los autócratas los costos de su permanencia en el poder y bajar los costos de tolerancia ante una progresiva mudanza. 2) Para re-articularse, para acumular fuerza y legitimidad que permitan a la oposición plantarse con capitales propios y nítidos en una negociación. 3) Para ejercer efectiva presión ciudadana sobre unas Fuerzas Armadas que están obligadas a reconocer espacios democráticamente bregados y ganados. También -y esto no es menos importante- brinda ocasión para aplicar electroshock al espíritu de un país exhausto, deshilachado, en su mayoría ajeno a los vaivenes de una pugna que no resuelve sus pequeñas, grandes tragedias. Organizarse para reactivar esa potencia y asociarla a los recursos disponibles, es pelea que un demócrata está obligado a dar.

Haroldo Dilla, historiador y sociólogo cubano, escribía en 2010: “Cuba, con su situación morbosa y sus cisnes negros, solo permite al espectador mirar el futuro con un signo de interrogación”. La inercia que tensa al sistema pero no presagia movidas sustanciales “será posible, sobre todo, si la mayoría expectante permanece en su limbo de temores ante el cambio, de supervivencia a expensas de las remesas y la corrupción cotidiana y, para los más audaces, el sueño de emigrar”. El espejo que eso nos pone por delante es abruma

 

 

 

 

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