Por: Jean Maninat
No es que España haya sido siempre modosita, sensata, cuerda, aún si transcurrió por siglos vestida de riguroso negro, como si guardara luto perenne por el “Cristo del Madero”. Vamos, qué no, ya Buñuel se había encargado de desollar el discreto encanto de su burguesía emergente, y varios historiadores -curiosamente extranjeros los más relevantes- han hecho el post- mortem de la terrible guerra civil que enfrentó a muerte a ciudadanos españoles en contra de ciudadanos españoles, todos ideologizados e idiotizados. Las guerras a muchos mata y a otros idiotiza.
Durante los años cincuenta, en pleno bostezo franquista, las divas hollywoodenses solían escaparse a aquel lugar exótico donde no se hablaba inglés, los hombres lidiaban toros con ajustados pantaloncillos de sastrecillo valiente, y las mujeres removían el aire con manos sensuales como mariposas. (Wait, wait, no disparen todavía, sí, las había intelectuales, pintoras, poetas, médicos y apasionadas revolucionarias como la Pasionaria. Pero a las actrices gringas les fascinaba el mito exótico del latin lover aceitunado y portador de una masculinidad tóxica. (¿No es verdad Ava Gardner?).
A la muerte de Franco, siendo ya un cuerpecito repleto de medallas y un ridículo bigotito meticulosamente esculpido, la sociedad española explotó en uno de los destapes más espléndidos en todos los aspectos, desde el literario, cinematográfico, arquitectónico, editorial, rockero, y etc, etc, hasta los semidesnudos salerosos y provocadores de las portadas de revistas como Interviú, seriamente serias y desfachatadas a la vez. Una contribución en conjunto al proceso civilizatorio.
Mas no todo fue destape y juerga cultural, también obró un milagro portentoso, la gestación de un ejercicio de la política, brillante e innovador como pocos en Europa, el cual -arbitrariamente- podríamos representar en tres nombres: Adolfo Suárez, Santiago Carrillo y Felipe Gonzáles. Y ya fuera de la liga plebeya, el entonces Rey, Juan Carlos I de España. Los Pactos de la Moncloa sellaron la transición y la incorporación -para bien de todos- de España a Europa y a la modernidad. El milagro español se había consumado.
Pero como suele pasar aún en las peores familias (suelen ser las más divertidas) los herederos se dedicaron a despilfarrar la herencia -a izquierda y derecha-. Más tontos que perro nuevo, los chicos comenzaron ha desmerecer el diálogo político de Estado que había caracterizado la política española, y ensoberbecidos por triunfos electorales circunstanciales que les daban poder de decisión en la formación de Gobierno, se dedicaron a sembrar de explosivos retóricos y posturas ideológicas la política española.
Y sucedió lo que se esperaba, los chicos salieron con las tablas en la cabeza, mandados a recreo permanente por necios. En apenas unos años, los emergentes, destruyeron lo que las circunstancias le habían permitido construir. Les mandaron tres embarcaciones para navegar la corriente airosamente y hundieron las tres.
Uno se cortó la coleta impugnadora y zumbona y se dedicó a proseguir su vocación de trepador televisivo aromatizado con Gramsci, el otro sacrificó un proyecto centrista -una tercera y válida opción- en el altar de su propia inopia política y su pinta de niño pijo bien vestido, al tercero le obsequiaron el principal partido de oposición actual, se enzarzó en una batalla interna con una populista de armas tomar de su propio partido, estuvo a punto de quebrarlo, y tuvo que irse con su pinta de niño pijo bien vestido a otro lado.
La llegada del “barón” gallego Alberto Núñez Feijóo a la presidencia del Partido Popular (PP), es una buena noticia -en medio de tantas malas- para España, Europa y el arco democrático que se bate mundialmente en contra del asedio autoritario populista de derechas e izquierdas, y la irresponsabilidad del progresismo Hobbit planetario.
Al fin y al cabo… la sensatez parece ser una virtud gallega.