Es jueves. Y, Américo, no sé cómo decirte adiós. Me enseñaste muchas cosas. A ver a través de la rabia y las angustias. A entender que tras los gritos hay susurros. A leer entre líneas lo que muchos no se atreven a decir.
Me enseñaste a querer mejor, incluso a los que no saben sentir amor. Que las palabras ética y moral no pueden jamás ser muletillas. A respirar antes de escribir. A comprender más allá de la incomprensión. A descubrir fertilidad en la aparente esterilidad.
Me enseñaste a jugar bien con las palabras. A decir mucho con poco. A combinar adjetivos y adverbios con sobriedad.
Pero hay cosas que no me enseñaste. Sí, me dijiste que te irías. Que algún día viajarías, sin retorno. Que tu tiempo tenía fecha de vencimiento.
Y ahora estoy aquí, buscando en el archivo de nuestro epistolario ese párrafo específico en el que me dices cómo decirte adiós. Y no. No está. Eso no me lo enseñaste.
Me quedo aquí. Buscando en mí el modo de nostalgiarte. Pero soy torpe. Y no tengo el mapa para cruzar el cielo y llegar al andén de la despedida.